martes, mayo 30, 2006

pantomi+

Ayer fue el Día Guay, y no porque lo diga yo. En verdad si fuese por mi, se habría llamado "el Día Hipócrita" o "el Día en el que Todos Hacemos Como que nos Llevamos Genial Aunque en Verdad no nos Llevamos". Pero no, oficialmente en Ynis era el Día Guay, y todos los habitantes parecían bastante felices por esto. Claro, ¿quién no va a estar contento cuando es el Día Guay? (leer esto último como si fuese una pregunta irrefutable e incontestable -aunque estas dos son básicamente lo mismo-). A mi todo esto del Día Guay también me viene de nuevo, y aunque en el tablón de anuncios había sido escrito bien clarito que sería el domingo y la festividad fue la comidilla popular durante la semana, cuando el día llegó yo seguía sin tener muy claro qué tenía de especial este día para ser una festividad. O mejor incluso, qué méritos había hecho para que lo calificasen como Guay. Y ayer fue el día y mis dudas no han sido resueltas. Lo que deduje fue que todo el mundo salía a pasear y decirle piropos a sus conciudadanos. En mi humilde opinión personal, algo no tan guay como el nombre presagiaba.

En cualquier caso, mi día estaba condenado a no ser guay, y no porque la festividad de Ynis me pareciera un tanto absurda, sino porque tenía un bautizo. Mi resobrino Marcos sería bautizado ese día, y en consecuencia mi familia se reuniría para tal evento. El plan era quedar a las 13 horas en la iglesia para luego ir a un restaurante llamado "El Chalet" a comer juntitos como buenos familiares. Irónicamente, mi familia no es un ejemplo de unidad, por lo que todos y cada uno de los asistentes sabíamos que en verdad no asistiriamos a un bautizo, sino a una sucesión de pantomimas.

La primera fue la propia reunión frente a la iglesia. Gente que comparte origen sanguineo saludándose tras mucho tiempo sin verse, seguramente desde que uno de los eslabones de la cadena familiar dio una fiesta tradicionalmente religiosa. Gente cuya única conexión es esa cadena de ADN que los une con férrea ferocidad a un destino compartido.

La segunda pantomima da comienzo una vez en la iglesia. Dos bautizos han reunido a aproximadamente cien personas que a duras penas saben seguir los salmos del cura. Allí hay muy pocos cristianos, algunos creyentes, y mucha gente que ha comprado fe por la infantil ilusión de tener una boda convencional, con altar, sermón y vestido de novia. El cura empieza su plática insulsa, intenta que aquello sea ameno, pero se toma libertades que nadie le demanda. No culpo al individuo, parece un hombre amable, pero su actitud es tan erronea como la de la iglesia a la que representa. Se está tomando demasiadas libertades. La libertad de contar cosas por las que no ha sido reclamado. Libertades por las que no se le paga. Libertades que guardan bajo llave el tiempo de esas cien personas. Es paradójico que un miembro de la iglesia se preste a tomarse libertades para algunas cosas y prohiba tajantemente que otros se tomen otras. Pero, ¿qué mal va a hacer un cura por contar batallitas que le han acontecido, vivencias que ha tenido? El mismo mal que cualquier humano que se ha tomado la libertad de ser conductor de su vida, supongo. El buen hombre que viste con túnica blanca ahora habla de la escuela, de las asignaturas, de la religión. Habla de política en un bautizo. No es mi guerra, no voy a romper el sueño idílico de mi sobrina porque estén insultando a mi inteligencia, sacrificaré esa libertad mía por la de un ser cercano, su libertad a tener un día tranquilo, como ella ha planeado tenerlo. El padre concluye el sacramento alzando a mi resobrino frente a la imagen de la Virgen María, como el macaco del Rey León alzó a Kimba, digo Simba.

Se abre el telón y aparece la tercera pantomima. El convite es en un restaurante a bastantes kilómetros de distancia de la iglesia. Como objetivo gastarse un montón de dinero en lo que, de otro modo, podría hacerse con pocos recursos y con mejor final. El lugar es de aspecto agradable y servicio presto. Los entrantes se van sucediendo hasta que finalmente aparece el plato principal: la paella. Un robusto camarero muestra el ejemplar, como si de un trofeo de caza se tratase. La paella es repartida entre todos los comensales, aunque son muchos menos los que se acaban el plato, y no porque la cantidad sea ingente. La paella es mala, apenas merece tal nombre, y el dinero se ha ido por el coladero de manera impepinable. El dinero no es mio, pero las dudas de lo necesario de acudir a un lugar como ese para celebrar un bautizo sí. Sé que forma parte de toda la parafernalia propia de los bautizos y este tipo de celebraciones, pero eso no quita que sea ridícula la elección. Pocas veces los invitados acaban contentos con lo que había, la mayoría, demasiado campechanos (aunque no se reconozcan así) para apreciar los platos más modernos. En este "El Chalet" los platos no eran muy vanguardistas, pero la paella era mala, muy mala. Parecemos condenados a no saber elegir El Chalet propio y el hacer una paella con buena leña, para disfrutar del día soleado de manera efectiva y barata. Siempre pretendemos ser más de lo que somos, y la insatisfacción que nos produce el descubrir que no lo somos, es como una losa que aplasta nuestras ilusiones y nos descoloca el alma.

La siguiente pantomima es la conversación de sobremesa, en la que se levanta una batalla de intereses y brillos. A ver quién brilla más y es más interesante. Se cuentan cosas que nadie puede corroborar, mientras los egos aumentan y los bostezos les siguen. Se regalan sonrisas de soslayo y miradas esquivas que buscan un reloj. El café se prolonga más de lo que la tacita da de sí, hasta que son las seis y hace horas que todos queremos estar en casa. Para mi fortuna encuentro una vía de escape en los fumadores, mis sobrinos y mi hermano, mis personas más allegadas en aquel campo de batalla. Podemos salir a contar nuestras historietas (o a oir cómo las cuentan, en mi caso), aunque la tónica de brillos e intereses es la misma que dentro. Nos reivindicamos y situamos, soltamos mítines de solidificación emocional y según las reacciones de nuestros contertulios nos llenamos de seguridad para los días venideros.

Por fin es la hora de regresar y nos despedimos de todos. Miramos que no se nos olvide nadie. Parece más doloroso que no te digan adiós que el hecho de que no se interesen por ti el resto del año. Mentalmente quien más quien menos va chequeando sus listas imaginarias. Algunos con mala intención tachan a gente como despedida cuando es obvio que eso no ha ocurrido. Buscan crear el pensamiento y la inquietud en esas personas que caen mal, pero a las que tanto se les sonrie. Pues Pepita no se despidió de mi, ¿por qué no lo habrá hecho? Y Pepita mientras se pinta las uñas con un gesto malicioso en los labios.

Estas son las pantomimas mayores a las que me vi expuesto y en las que tomé parte ayer. Cada una revestida de cientos de pantomimas menores que por volumen he omitido. Así fue que llegué de vuelta a Ynis, vacio de sonrisas. Tras cruzar los portones me encontré a Anibal, el rinoceronte. Me preguntó qué me parecían sus pectorales, y yo le dije que me parecían mamas. No lo pilló. No pilló que estaba cansado de tanta pantomima, que la impermeabilidad de mi mala hostia tenía un límite, y que tanta hipocresía se había filtrado finalmente y afectado a mi humor. Él no tenía culpa alguna. Contemplo que la idea del Día Guay no es mala, y que no todas las pantomimas son negativas, pero la sensación de irrealidad ya era demasiado grande, y la ironía de la festividad demasiado jocosa. Lo siento Anibal, pagaste los platos rotos.

mensaje de la semana... y de la anterior... y de la anterior a la anterior...

Bueno, llevo lag en esto de los mensajes de la semana, así que aquí va un pack con los últimos tres aparecidos en las semanas pasadas y en la que hoy comienza.


Detente, Abraham, no mates al crio...

***

Puedes matar dos pájaros de un tiro.
O dejarlos vivir y ser mejor persona...


***

Sabemos donde vives...
Controlamos tus movimientos...
La traición se paga.

miércoles, mayo 24, 2006

Mi amiga Dori

Llevo ya días preguntándome qué me ocurre, porque que me ocurre algo es obvio. La primera paga que obtuve como reportera intrépida la gasté en un plumero. De acuerdo, la gasté en más cosas, pero parte del dinero lo destiné a un ostentoso plumero de avestruz. Lo más alarmante es que estuve largo rato contemplándolo en el almacén de Tom Nook, admirando sus plumas, imaginando cómo trataría mis muebles, visualizándolos sin polvo, algo hasta ese momento nunca visto (hay que decir que sigue siendo algo no visto a menudo, pero sí que he conseguido perfeccionar las visualizaciones hasta el punto de saber perfectamente cómo sería todo si limpiara a diario). Lo compré como quien compra una película de DVD, o un libro, o una prenda de ropa, en definitiva, como quien compra algo que le hace mucha ilusión, y cuando llegué a casa lo primero que hice fue quitarle el plástico que protegía su plumaje y dedicarme a pasarlo por encima de todas las superficies a la vista.

El resultado digamos que no fue el esperado. El plumero no tenía previsto encontrarse capas tan gruesas de polvo; el polvo, instalado durante tanto tiempo en lo que ya consideraba su hogar, no pensaba que pudiera venir un plumero a hacerle cosquillas. Y yo no contaba con esa habilidad inquietante que tienen las motas de polvo de volar hacia arriba haciéndonos creer que se han ido, para luego, cuando nos despistamos, caer otra vez sobre el lugar donde estaban y ocupar de paso otros lugares, como el suelo. Sí, debo admitirlo, mi casa nunca ha sido nada parecido a una patena.

Tiempo atrás el incidente hubiera quedado como tal, como incidente, como anécdota, nada, un día que se me fue la cabeza y me dio por querer limpiar la casa. Pero ahora algo me ocurre, y ese algo hizo que, ante los ojos atónitos de Tom Nook, gastara la siguiente paga en una aspiradora. ¡Una aspiradora! Y ya no fue como quien compra un DVD para ver luego en casa. No, la ilusión con la que salí del almacén cargada con ese armatoste, la alegría con que lo arrastré cuesta arriba cual hormiga obrera con delirios de grandeza es sólo comparable a la que hubiera sentido al comprar algo como un reproductor de mp3, una colección de diccionarios completísimos, o… cualquier cosa que me hubiera lanzado de rodillas al suelo al llegar a casa, para sacarlo de la caja cuanto antes y dedicar los siguientes quince minutos a la tarea fascinante de montarlo y leer por encima las instrucciones de uso (no, no tenía mucha experiencia en el uso de aspiradoras).

Luego comprobé fascinada cómo esa máquina aparentemente inofensiva tragaba sin misericordia todo lo que se le pusiera por delante (todo lo que fuera de tamaño pequeño; cuando encontraba objetos más grandes se quedaba pegada a ellos como un perro anciano que ha perdido su dentadura tiempo atrás pero que conserva toda su rabia). Me fascinó. La paseé por todas aquellas superficies a las que días atrás el plumero había hecho cosquillas, y me mostraron todas sus colores originales, protegidos durante tanto tiempo por un polvo que, víctima del desconcierto, se dejaba arrastrar hasta las entrañas de ese monstruo desconocido. Cuando por fin presioné con un pie el botón que calma a la bestia y contemplé el resultado de la batalla, el silencio recién recuperado no pudo más que realzar mi ¡uah!, exclamación que vino acompañada de un extraño cosquilleo en mis ojos, que me apresuré a catalogar de alérgico por no admitir la gravedad de mi estado.

Debo admitir que la fiebre limpiadora que me poseyó ese día, incrementada por el hecho de que era la primera vez que usaba a Dori (apelativo cariñoso con el que me refiero a la Aspiradora), no se ha vuelto a repetir. Es cierto que de vez en cuando, una vez a la semana más o menos, la enciendo y la paseo por toda la casa, pero me dedico básicamente al suelo, que es más cómodo, y viendo la facilidad que tiene el polvo para reproducirse cual pesadilla recurrente, he dado por perdidas las superficies tales como estanterías, mesas, televisores, ordenadores y demás.

De todos modos, aunque mi ataque limpiador se haya apaciguado, es cierto que sigo mirando mi casa de otro modo. Hasta ahora el sofá no era más que un lugar donde tumbarme, así como los cristales servían para protegerme del viento y la lluvia (y de los vecinos, si adquirían un nivel suficiente de opacidad); el suelo servía para poder andar por él y llegar de un lugar a otro, simplemente. Ahora no, ahora los contemplo como víctimas en potencia de un futuro ataque de limpieza, y procuro mantenerlos tan limpios como mi dejadez innata me permite. Y eso no es normal. No puedo evitar recordar a todas esas madres de compañeros de colegio, a las que yo tanto odiaba, que no permitían a sus hijos usar la goma de borrar dentro de sus casas porque ensuciaban, los obligaban a caminar sobre trapos del polvo para evitar pisar el suelo que, tal como pensaba yo por aquel entonces, está para ser pisado, y les tenían terminantemente prohibido sentarse sobre la cama por el riesgo de arrugarla. Esas mujeres no tenían casas, tenían manías, manías enormes con paredes y cristales y suelos, y no me daban pena ellas, sino sus hijos, que adoraban venir a mi casa para saltar maravillados sobre mi cama y borrar sin inhibiciones de ningún tipo los errores que cometían al hacer los deberes.

Las recuerdo y, a pesar de saber que yo nunca seré como ellas, me pregunto si no será que me estoy haciendo mayor. Sí, vale, me estoy haciendo mayor, es un hecho, pero ¿esta manía me viene por eso? Hace tiempo oí que la casa es un reflejo de tu interior. Así, si la tienes ordenada es porque tienes la cabeza muy bien amueblada, y si la tienes hecha un desastre es porque tú por dentro también andas hecha un lío. Eso explicaría la tendencia de casi todos los adolescentes a tener habitaciones como guaridas de león hiperactivo. Sin embargo yo opino todo lo contrario. Después de conocer a montones de señoras sin casa pero con manías enormes y limpísimas (y digo señoras porque eran señoras, aunque señores maniáticos también los hay, imagino), he llegado a la conclusión de que cuanto más ordenada tienes la cabeza, menos te molesta que las cosas estén hechas una porquería a tu alrededor. Cuando tienes tu vida y tus ideas bien colocados, usas los sofás para sentarte, el suelo para andar y la cocina para cocinar. Pero si necesitas que todo esté impoluto y ordenado porque si no te sientes como a disgusto, es que hay algo por ahí dentro que no va muy bien. Y a pesar de saber que mi teoría es una tontería, como la anterior y como tantas otras, me está empezando a preocupar este cariño que le estoy cogiendo a Dori, esa sensación de alivio que siento al ver el suelo limpio y respirar el olor de fregasuelos fragancia limón cuando entro en una habitación.

¿Me estaré desordenando?

como un pequeño corte en el dedo gordo

Ayer estaba dando un paseo por Ynis. La tarde era brillante, pero la suave brisa actuaba de manto invisible contra el calor y como incesante fuerza motora cuando soplaba desde atrás. En mi caminar me encontré con Rubí que, al igual que yo, disfrutaba de esa tarde de Mayo en el tiempo de la Primavera. Un sus peludos mofletes se llegaba a adivinar un tenue brillo rojizo, aunque llegué a dudar si no sería un efecto producido por el destello de sus fulgurantes ojos rojos. Comenzamos a charlar, sin nada en particular que decir, pero sintiendo la necesidad de compartir nuestra alegría y bienestar con alguien, como naufragos en una isla desierta que hablan con una calabaza, sólo que la calabaza también hablaba. Y en estas que estábamos tan deshinividos, que a Rubí se le escapó comentar lo buena pareja que hacíamos, que eramos como la pareja ideal de Ynis. Debió de asustarse ante mi expresión, porque enseguida intentó corregirse, y ante la imposibilidad de salir de ese embrollo, se excusó y echó a correr.

Mi compañera ya trató el tema de la zoofilia en su última aportación, así que no me recrearé en este asunto más que para decir que, sin entrar a juzgar lo bien o mal que está, no es algo que me atraiga en absoluto. Nunca creí que llegaría el momento en el que un animal se me declararía, y cómo se me quedó el cuerpo es algo complejo de explicar. Sí que he recibido el cariño de muchos animales, igual que ellos han recibido mi afecto, pero esto es totalmente diferente, y como tal ha de ser tratado. Supongo que Rubí se habrá sentido muy dolida ante mi reacción, así que supongo que tendré que pedirle disculpas y explicarle mi punto de vista. La tarde ya ni era brillante ni yo estaba con la mente puesta en lo etéreo de ésta, así que me volví a mi casa siguiendo los pasos de mi alargada sombra.

Muchas veces me he preguntado qué relación habrá entre los habitantes de Ynis, si habrá algún tipo de amorio entre ellos. Innumerables veces tanto unos como otros me han pedido que le lleve una carta a tal o un regalo a pascual. Aún dando por hecho que son gente amable por naturaleza, tanto ir y devenir de cartas y regalos conmigo como eje central siempre me ha resultado muy sospechoso. Porque por extraño que parezca, uno se llega a creer que los animales son animales, y los humanos humanos, por lo que animales entre sí podrían tener relaciones sin mayores problemas, aún perteneciendo a distintas especies, pero cuando entra en juego la moralidad humana, todo se vuelve un tanto abstracto. Parece natural que Rubí (la coneja) pudiera estar enamorada de Tristán (el gato), pero que se enamore de David (el humano) es como que menos sostenible. Supongo que ambas cosas son antinaturales, y no ha sido hasta ahora que me he dado cuenta.

Y más allá de los temas amorosos, cabría preguntarse qué relaciones sexuales tienen estos animalejos. A día de hoy no he visto que nadie los haya visitado (más allá de mis amigos y conocidos), por lo que deduzco que o se contentan con sus propios medios, o se contentan con los que otro le pueda dar. Pero entonces volvemos al tema de la mezcla entre especies. ¿Le parecerá a una foca tan aberrante la idea de fornicar con un perro como me lo parece a mi? Además, no estoy tan seguro de que muchos animales conozcan eso de la masturbación. Sé que los perros la dominan, y los monos araña son maestros incontestables, ¿pero y las ratas por ejemplo? ¿los patos? ¿las nutrias? Y hablando de masturbación, hete aquí que hay situaciones en las que te pone la vida, o más bien los tabues. Cuando me encontraron el problema físico que sufro, me dijeron que no hiciera ningún esfuerzo físico. Cuando te dicen esto lo primero que piensas es en no levantar grandes pesos o en no hacer ejercicio físico fuerte. Entonces pasan los días del nerviosismo, y empieza tu organismo a volver a la normalidad, y dentro de esa normalidad se encuentran las apetencias sexuales, y es entonces cuando te encuentras con que no sabes si masturbarte puede ser un riesgo, porque de todos es sabido el movimiento de sangre que el acto sexual, y la masturbación en menor medida, requieren.

El día de visitar al médico llega, tienes que resolver tus dudas, pero tu padre te acompaña, ¿cómo preguntar acerca de la masturbación cuando está tu padre delante? No tienes porqué explicarle nada, no tienes porqué justificarte de nada, eres mayorcito, pero ahí está esa reticencia ascentral a compartir un tema así con tu progenitor. Incluso buscas preguntarle de la manera menos intrusiva esta cuestión al doctor. La consulta llega y sales airoso, tus dudas han sido resueltas; puedes hacer vida normal, la vida que normalmente alguien haría, así que no debes de tener miedo, y no has tenido que preguntar siquiera acerca de temas tan peliagudos. Aún así te quedas con la sensación de que algo ha fallado, que no puede ser que te hayas tenido que ver en una duda así de estúpida e inoportuna porque en la sociedad no se puede hablar de sexo abiertamente sin que alguien te mire raro y te juzgue erroneamente. Has vivido una experiencia más, una medallita más sobre la que volver tus pensamientos, una medallita que nadie ve, pero que eso no hace que exista menos. Son esos pequeños detalles de los que nadie te habla, esas pequeñas cosas con las que no contabas y que de alguna manera se vuelven importantes, como cuando te haces un pequeño corte en la llema del dedo gordo. A rasgos generales es una herida sin importancia, no vas a morir por eso, pero... ¿y lo molesta que es?

sábado, mayo 20, 2006

disculpas

¿Qué otra cosa podría pedir después de este silencio sin aviso? Han pasado prácticamente dos semanas desde que este blog se actualizó por última vez, y quisiera aclarar que no ha sido una elección deliberada, no del todo al menos. Supongo que este tiempo en blanco habrá servido para que algunos se pongan al día, para que otros ganen terreno al ritmo de actualización, y para que la mayoría pierda el interés (tal vez definitivamente) por este pequeño lugar. A mi me ha servido para cosas bien dispares; dos básicamente.

Hace un par de semanas tuvo lugar el E3: la feria de videojuegos más importante del mundo. Es una semana llena de noticias rompedoras que muta en saturación informativa como no se ve en otra época del año. Puesto que soy un gran aficionado a este arte, me volqué en marcar al hombre a este evento; bajando videos, leyendo primeras impresiones, noticias, entrevistas y demás cosas relacionadas con el sector. Así fue que el E3 tocó a su fin y mis ganas de ver una pantalla con él.

La segunda semana de ausencia responde a razones un tanto más peliagudas. El sábado pasado me diagnosticaron un aneurisma en la vena aorta ascendente. Suena mal, y en la práctica no es mejor de como suena. Se trata de una dilatación en la vena aorta, que a día de hoy no es tan amplia como para considerarseme en peligro inminente, pero sí como para situarme en un indeterminado límite. Dicho de otro modo: es bastante grave. Este diagnóstico fue de urgencia, así que ya me han puesto en manos de un cirujano cardiovascular para hacerme pruebas en condiciones y ver el verdadero alcance de la situación. Seguramente tengan que operarme en un futuro no muy lejano. Mientras tanto pues voy tomándome unas drogas para que mi fiero corazón se calme un poco y no bombeé mucha sangre. El primer día de medicación dormí 21 horas, no seguidas, eso sí. Ahora todo ya ha vuelto un poco a la normalidad en ese respecto. Sin embargo ha sido más un tema mental el que me ha apartado de escribir. Me considero alguien extremadamente tranquilo, pero incluso con mi tranquilidad ha sido complicado no ponerse nervioso ni pensar cosas que uno no debe pensar. Afortunadamente para mi, ya me encuentro mucho mejor en este sentido y en todos los demás, así que espero poder volver a aparecer más amenudo por aquí.

Y eso es todo por ahora. sentía que tenía que daros una explicación, aunque sé que sabreis comprender y perdonar mi ausencia.

lunes, mayo 08, 2006

¿En qué emplean las reporteras intrépidas su tiempo de ocio?

Bueno, va, voy a ser sincera. Neimtaun, mi pueblo, es un lugar muy tranquilo. Apenas somos diez habitantes, y aparte de las típicas rencillas entre vecinos (que si me pediste la pala y aún no me la has devuelto, que si pones la música para que la oigan los habitantes de Ynis, etc.), lo cierto es que vivimos en una paz idílica, una paz ejemplar, una paz… aburrida. No es que me apetezca ver disputas, ni accidentes, ni cosas así, pero mi corazoncito ávido de noticias no puede evitar ansiar un poco de acción de vez en cuando. Hay veces en que pasear por el campo, deleitarse con el olor de las flores y observar el vuelo de las mariposas no es suficiente. Días en los que casi desearías que te picara una avispa, para comprobar así que sigues viva y no en el limbo. Pues bien… ayer fue un día de esos. Así que hacia las tres de la tarde, en lugar de dirigirme como cada día hacia el Alpiste a tomarme un café y conversar con Fígaro, cogí el camino que, al cabo de casi una hora de andar, me llevaría al autobús que más tarde me dejaría en la ciudad.

Y fue bonito. Sí, bonito, un adjetivo poco adecuado para describir una visita a la ciudad, pero lo cierto es que lo fue. El cielo pasó a ser la única muestra de naturaleza que quedó a mi disposición, y me dediqué a mirar hacia arriba como una desequilibrada, ignorando los insultos de los transeúntes contra los que chocaba cada cuatro o cinco pasos. Pero me daba igual, porque era feliz. Al contrario de lo que dicta la lógica, yo creo que cada lugar tiene un cielo distinto, y el cielo de la ciudad, recortado por los edificios construidos muchas décadas atrás, tiene algo de impetuoso, de solemne y de bonito, pero eso no cuenta, porque todos los cielos son bonitos.

Sin embargo cuando oscurece el cielo de una ciudad pierde todo su encanto, se vuelve opaco y rojizo y no hay nada que ver, así que decidí meterme en un teatro. ¿Quién es Silvia? O la Cabra se llamaba la obra, y era de Edward Albee. Tal vez me llamó la atención porque una vez tuve como vecino a un cabrón, y no es ningún insulto, era un cabrón encantador, y se llamaba Montés. Ay, Montés…. dónde andarás, malandrín.
El caso es que entré (previo pago, obviamente, pero por una visita a la ciudad que hago, no me iba a privar de nada), y me senté dispuesta a ver una comedia o algo parecido, por el título. Pero a la salida, en lugar de tener una enorme sonrisa en los labios y un par de recuerdos risueños volando por la cabeza, los interrogantes me picaban por dentro como chinches hambrientos.

Sinceramente, mientras veía la obra pensaba que no era buena. Que se les había ido la mano, que abusaban de la paciencia del público. Un hombre de mediana edad, felizmente casado, con un hijo adolescente cuyo única característica fuera de lo corriente es su homosexualidad, resulta que se enamora de una cabra. ¡De una cabra de verdad! No, nadie interpretaba el papel de Silvia bajo una capa de lana esponjosa, pero la cabra estaba allí, en las conversaciones, en las confesiones y en las risas de todos los que observábamos desde la oscuridad. ¡Una cabra! Gritaba la esposa cuando se enteraba, gracias a la carta de un amigo de confianza. ¡Una cabra! Gritaba el hijo. Y se llevaban las manos a la cabeza, y mostraban su repugnancia, y el padre lloraba, se lamentaba, quería pedir perdón pero… pero no podía negar algo tan cierto como que amaba a esa cabra. ¡Te follas una cabra! Gritaban todos, pero él negaba con la cabeza y decía que no se trataba de sexo. Que había algo más, algo inexplicable, algo inmenso.

Era absurdo, absurdo de verdad. Así que el público reía, a veces incluso antes de esperarse a oír las intervenciones completas, previendo algo aún más descabellado. ¡Una cabra!
Pero luego, sin piedad alguna, nos lanzaron al drama personal que supone para una familia que el padre descubra de golpe y porrazo sus inclinaciones zoofílicas. Y volaron jarrones, se rompieron cuadros y hubo gritos, gritos y más gritos. Y lágrimas. Y desesperación. Y el hijo perdonó al padre y víctima de una enajenación mental transitoria le dio un beso en los labios. Y el padre primero se asustó pero luego lo razonó, dijo que no significaba nada, que habían perdido la razón con todo lo de la cabra, que el beso era en realidad un beso en la mejilla, aunque hubiera desviado su trayectoria. Y ahí ya cruzaron un límite que yo no era capaz de asimilar del todo, a pesar de mi mente abierta, de reportera con estudios y vida intrépida. Ahí ya se habían vuelto locos y esta obra es una mierda, con perdón. Pero cuando terminó, en lugar de pensar que el hombre era un maldito pervertido folla-cabras, me dio por odiar al amigo de confianza que lo había delatado, y empezaron mis reflexiones. Porque el hombre, dejando a un lado que estaba enfermo, si nadie se hubiera enterado de lo que hacía, hubiera seguido siendo considerado un hombre ejemplar, un buen padre, un buen marido. Y su mujer, a la que seguía queriendo mucho, hubiera seguido tan tranquila y, sin olvidar el hecho de que la pobre cabra no tenía voz ni voto en esa relación, y que probablemente hubiera preferido a alguien de su especie, a pesar de que él se empeñara en afirmar lo contrario, ¿qué daño estaba haciéndole a nadie? Claro que estaba enfermo, la obra no era una apología de la zoofilia ni nada por el estilo (aunque un poco de repelús sí que daba). La obra quería que viéramos lo intolerantes que somos en el fondo, y que las cosas están bien o están mal cuando alguien las ve y dice está bien o está mal. Y ya.

El caso es que las caras de la gente que abandonó el teatro cuando acabó no estaban muy satisfechas, más bien horrorizadas y asqueadas. Yo, como vivo en un lugar donde todos mis vecinos son animales, tan horrorizada no estaba, pero un poco sí, porque la amistad no tiene nada que ver con el sexo, y nunca me acostaría con ninguno de ellos. Pero me fui pensando en todas esas cosas, y hoy me he despertado y aún las pensaba. Entonces la obra no estuvo tan mal, porque me hizo pensar, y las obras están para eso, ¿no? Y en todo caso la visita a la ciudad fue bonita y desconcertante, como todo lo bonito de verdad, y hoy he podido volver a apreciar en toda su inmensidad el olor de las flores, el vuelo de las mariposas y el tacto de la hierba bajo los pies. Ahora, cuando acabe de escribir esto, saldré fuera y me tumbaré a mirar el cielo lleno de estrellas, de luces y de sombras, y me perderé un rato por el otro lado del muro.

sábado, mayo 06, 2006

al otro lado del muro azul

Oyes los pasos de la realidad cerca, entre la niebla resuenan solemnes, confundiéndose con el repicar de unas campanas procedentes del otro lado del espejo. Eres su objetivo. Sientes sus labios cerca de tu oido, es una sensación excitante y al mismo tiempo turbadora. Sin darte tiempo a plantearte cuestiones tan banales, empieza a susurrar.

Where are these silent faces?
I took them all
They all went away
Now you're alone
To turn out every light so deep in me
Hold on, too late
.

La canción exagera; es tarde, pero nada irremediable. Ya termina, se marcha entre redobles. Abres los ojos, chirriantes, legañosos. Hay muchos riesgos en usar como despertador uno de tus discos preferidos; puedes llegar a odiar y disparar al mensajero, puedes también pararte a tomar algo con él antes de leer el mensaje que trae y desvestirlo de toda urgencia que pudiera portar, o incluso puedes confundirlo con la banda sonora de algún sueño y conseguir que tu madre entre gritando a tu habitación mientras se cuestiona el estado de tu cordura. Sin embargo, es una solución que normalmente vale la pena poner en marcha para intentar que el día empiece con buen pie. Hoy el mensajero viene especialmente amigable y no puedes evitar invitarlo a café. La tercera canción ya grita "I feel cold when I cry out for the bark", cuando finalmente lees el mensaje: tienes que ir a trabajar. A regañadientes tus pies entran en contacto con el suelo y, después de un breve juego de veo veo, con las zapatillas de estar por casa. Empieza entonces un baile tradicional de las tierras matinales. Uno-dos-aseo, tres-cuatro desayuno. Uno-dos-vestirse, tres-cuatro marcharse.

Estás dando pasos lejos de casa, sin ritmo ya. El baile ha terminado y ahora caminas desacompasado, exahusto de la posición horizontal. Cuesta volver a acostumbrarse a la verticalidad cuando es la rutina quien te reclama. Vas arrastrando pies y alma en pos de unas habichuelas mientras la negrura de la noche retrata la lucidez mental del momento. Un casi separa a las calles de estar vacias de viandantes y de ilusión, de ruidos y de molestias. Es poca la vida humana que hay a la vista a estas horas, algunos abren comercios, otros limpian aceras y los menos se dirigen hacia algún lugar, como haces tú. También tienes tiempo de cruzarte con alguna maruja excéntrica que pasea en bata a su perro, no sabes si huyendo de la cama, de la compañía de la cama o tal vez de la razón. El ser humano nunca deja de sorprenderte y, normalmente, no para bien. Esta noche ha llovido, las nubes, escondidas tras la Tierra, han derramado sus lágrimas a resguardo de la implacable mirada solar. Pero el Sol no es tonto, cuando salga verá que edificios, pavimento, coches y demás mobiliario urbano amanecen con tez reflectante, y se enfadará. Y las nubes, asustadizas por naturaleza, se marcharán a otro sitio temerosas de su ira, y avergonzadas por pecar con algo tan natural como es el llanto. Pero esa no es tu batalla, y no te preocupa en lo más mínimo, bastante tienes con lo tuyo. Durante las próximas ocho horas estarás recluido en una necesidad teñida de obligación, sabiendo que una lucha se libra tras los muros que limitan tu libertad y que sólo llegarás a tiempo de ver los créditos y agradecimientos tras la película. Así que sigues caminando entre destellos y luces, mirando con ojos de cámara digital mientras el ángel del hombro no para de advertirte que llegas tarde, que no debes entretenerte. Pero tú te entretienes. La Luna es demasiado grande y hermosa como para no detenerte a retratarla mientras sonrie. Si tu garganta y tu vergüenza te dejaran, aullarías.

Observas ese gran agujero blanco que es la Luna, agujero por el que se escapan tus pensamientos, agujero en mitad de la nada negra. Por un momento llegas a ser consciente de que la ventana de cristal tintado que es la noche lo que muestra no es sino la vida misma. Desde pequeño te hicieron relacionar la oscuridad con la muerte, con la desaparición de la vida a la vista, pero allí te encuntras tú, mirando al infinito, sabiendo que lo que ves no es un mural, sino una encrucijada de tridimensionalidad y medidas imposibles. Miras lo que pasó hace un momento, hace una hora, un año, un millón, mil millones, y todo al mismo tiempo y a innumerables distancias diferentes. Ante tus ojos se crea vida y se destruye, muere una civilización y nace otra, aunque tú no ves más que oscuridad, puntos blancos que brillan en esa oscuridad, y una enorme esfera que ha logrado conservar el sugerente aspecto de su juventud. El miedo aparece, no quieres que se levante el muro azul en el cielo mientras sigues viajando por otras galaxias. Temes quedarte al otro, fuera del mundo, de ti mismo, perder el aquí por haber buscado el allí, ser exiliado a Catatonia. Aún temeroso como estás, no puedes evitar hacer una última parada en la estación de servicio lunar durante el viaje de regreso. Te parece obvio que aquello es una esfera, las sombras también saben delatar, y estas sombras te dicen que la Luna es redonda. Dedicas una sonrisa algo socarrona a las creencias del pasado y, como hizo la lluvia antes, caes fulminante sobre la Tierra.

Vuelves a estar rodeado de edificios que se alzan imponentes alrededor, pero tú sólo ves juguetes creados por el ser humano, casitas de mentira levantadas para construir una ilusión de seguridad. Casitas iluminadas para ahuyentar todo mal, para protegernos del exterior igual que el muro azul nos protege durante el día. Y la lluvia sigue desparramada por todas partes, y viéndola no puedes evitar pensar que otro día puede caer algo que no sea lluvia y esparcir las piezas del juego tan fácilmente como un soplido lo haría con un castillo de naipes. Orgullosas las montañas de ladrillo te miran por encima del hombro, creyéndose muy fuertes, ignorantes de lo poco que son en verdad.

Ya estás cerca de tu trabajo cuando el Sol comienza a despuntar. Hoy sería un día como otro cualquiera si no fuese porque ya has dado una vuelta por el universo, aunque tendrás que callarte tus aventuras y no intentar leerle el cuaderno de bitácora a nadie, de lo contrario te regalarán una camisa nueva, algo incómoda.

Donde tú estás ahora estuve yo una vez, así que tienes mi comprensión y simpatía. No tuerzas el gesto, nunca sabes lo que el destino te depara ni sabes dónde acabarás. Te deseo suerte en tu próximo viaje, tal vez tengas fortuna y llegues a un lugar maravilloso, yo llegué a Ynis.

martes, mayo 02, 2006

bio - el fósil viviente

Preparaos niños, hoy toca clase de biología.

Bio es el nombre de una nueva serie de entradas dedicadas a animales que han aparecido en Ynis, y que por alguna razón me han llamado la atención. La información que en estas entradas aparecerá serán datos extraidos de las explicaciones que Sócrates me da cuando le pregunto. Creo que nunca os he hablado en profundidad de él, y no será ahora cuando lo haga, sólo os diré que Sócrates es un buho que trabaja en el Museo y está ámpliamente versado en diferentes ciencias y materias, como puedan ser la biología, la pintura o la paleontología. Si veis algún error o teneis algo que añadir a los datos que aporto, hazédmelo saber, se lo comunicaré a Sócrates tan rápido como pueda, y si procede, lo añadiré a la entrada (o la modificaré si fuese necesario).

Para inaugurar bio he elegido un ser cuyos orígenes se remontan en el tiempo hasta hace más de 400 millones de años: el celacanto, el fósil viviente.

Un celacanto es un pez prehistórico, que hasta el 22 de diciembre de 1938 se creía extinguido de la faz de la Tierra. Fue en aquel año que la señorita Majorie Courtenay-Latimer descubrió el primer ejemplar vivo (bueno, más bien recién muerto) del que se tenía constancia. Esto fue en East London (Sudáfrica), ciudad en la que estaba el museo en el que trabajaba como conservadora. Sucedió que un buen día, mientras paseaba por los muelles de la ciudad, vio un pez de enorme tamaño entre la pesca descargada de una de las naves. Al fijarse descubrió que tenía unas aletas muy características que le permitieron identificarlo como un latimeria chalumnae, o celacanto. Antes de este hallazgo toda la constancia que se tenía de éste pez de leyenda era a través de fósiles que databan de los periodos comprendidos entre el Devónico (hace 400 millones de años), época en la que se supone apareció, y el Cretácico superior (hace 65 millones de años), donde se le suponía que había desaparecido. Por cierto que fue en el Carbonífero (hace 250 millones de años) cuando alcanzó la cima evolutiva. La segunda aparición se hizo esperar, 14 años para ser exactos (aunque si tenemos en cuenta que antes de 1938, la anterior marca que había dejado este animalejo se remontaba 65 millones de años atrás, 14 años no parecen demasiados). Fue en el 1952, en las Islas Comoras, entre Madagascar y Mozambique, en el Oceano Índico. En los años sucesivos se dieron casos de nuevos especímenes encontrados, lo que confirmaba que por aquel archipielago había una alegre comunidad de carcas natatorios. Hasta 1998 se dio por hecho que este era el único grupo de celacantos que había sobrevivido al tiempo, pero en ese año Mark V. Erdmann, biólogo de la Universidad de California (Berkeley) puso de manifiesto que en Manado Tua, una de las Islas Célebes (Sulawesi, Indonesia), había otra comunidad de carcas natatorios. Los carcas natatorios del mundo se felicitaban por descubrirse menos solos. Este descubrimiento, además de producir una algarabía entre la tercera edad marina, significaba que la población de celacantos no sólo se reducía a un punto en el mapa, y que por tanto podrían encontrarse nuevas poblaciones en la zona comprendida dentro de los 10.000 kms de distancia que había entre una comunidad de celacantos y la otra, o incluso en otros mares diferentes. En el año 1989 la población de las Islas Comoras se cifró en unos 200 ejemplares, aunque su número baja de manera alarmante. De la otra comunidad no se tienen datos.

Una vez puesto en contexto, toca hablar del bicho en si. Los celacantos son grandes peces marinos (alrededor de los 150cms de largo) de color gris azulado o pardo, que se caracterizan por tener unas aletas que por poco no se pueden considerar patas. Suelen vivir en aguas bastante profundas, (entre los 150 y 250 metros de profundidad), y no salen a la superficie más que para alimentarse, normalmente de los peces de los arrecifes, los cuales se constituyen como su principal alimento. El que pueda sumergirse a tales profundidades se debe a su vegiga, capaz de segregar aceite (Nota: no me queda muy claro cómo funciona este invento, pero el caso es que esto es así, y como tal lo tendreis que asumir, os guste o no). Otra de las caracteristicas del celacanto es que las hembras fecundan los huevos internamente. Estos huevos suelen ser de gran tamaño (en torno a los 9cms de diámetro y 300 gramos de peso). Este último dato es posíblemente el más relevante a la hora de determinar su gran importancia evolutiva, ya que junto con los peces pulmonados, son los parientes más cercanos de los vertebrados terrestres. No en vano fueron los peces de aletas lobuladas (como el celacanto) los encargados de dar el paso evolutivo que alejó a los peces del agua allá por el Devónico superior (hace 360 millones de años), para luego convertirse en otras cosas que ya no eran, ni son, peces.

Por último decir que, como un montón de especies, el celacanto está en peligro de extinción. Debido a la sobreexplotación pesquera de los peces que sirven como alimento a estos bicharracos, y también al complicado ciclo reproductivo que poseen, estos fósiles vivientes están a un paso de convertirse en fósiles sin más. Las creencias absurdas que se tiene en algunos paises asiáticos de que el líquido de su espina dorsal prolonga la vida, tampoco ayuda. Es más, gracias a ellas el mercado negro de productos de celacanto está en auge. Cada especie que se extingue es un golpe incontestable para la Tierra, pero que desaparezca una eespecie que ha logrado perdurar más de 400 millones de años, y que sea por culpa exclusiva del ser humano, es un cargo de conciencia que debería pesar más de lo que parece pesar.

mensaje de la semana

Que seas paranoico no quiere decir que no te persigan.