la vara de olivo que no sabía convencer
¡Últimas noticias! ¡La primavera ya está aquí! ¿Que llego tarde? Sí, es posible que así sea, pero por alguna razón que se escapa a mi humilde entendimiento, no es hasta Abril que todos somos plenamente conscientes de que ese anual canto a la vida ha dado comienzo. Nadie relaciona los últimos días de Marzo con la primavera, excepto los agricultores y demás gente de campo. En Ynis esta tardía revelación queda patente con el Festival de las Flores, que cada año se celebra desde el primer lunes de Abril hasta el domingo de esa misma semana. Es como si la primera docena de días de primavera no fueran de fiar, desconozco porqué, algo habrán hecho en el pasado para ser unos proscritos de la confianza, digo yo.
Pero, ¿en qué consiste este Festival de las Flores exactamente? Los más avispados ya habrán logrado adivinar que algo tiene que ver con las flores, obviamente. El festival es una especie de competición por ver quién es capaz de crear el jardín más bonito del pueblo. Para esto se emplean los seis primeros días de la semana, siendo el domingo dedicado a la votación y entrega de premios. Puesto que es mi primer año, desconozco qué acontecerá mañana o cual puede ser el primer premio. Lo que sí que puedo asegurar es que el verdadero ganador es el propio pueblo. Pasear por Ynis durante esta semana es una de las experiencias más campestremente placenteras que alguien pueda experimentar. Como sucede en diferentes barrios de las ciudades del sur de España, cada casita de aquí cuenta con su jardincito mejor o peor arreglado, pero con jardincito al fin y al cabo. El título de Festival de las Flores es totalmente literal, ya que se dan cita todo tipo de variantes a lo largo de las diferentes viviendas. Rosas rojas, amarillas, violas blancas, tulipanes... y muchas otras flores de las que, como en los árboles, sería incapaz de relacionar nombre con aspecto, se reunen en pequeños batallones de belleza capaces de derribar los muros del más duro de los corazones y hacerse fuertes en él. Quien más quien menos pone un poco de si mismo, de su sudor, de su buen hacer o de ese empeño juvenil por destacar. Todo el mundo participa de la fiesta, sea del sexo que sea. En cierto modo es como si los animales tuvieran más claros conceptos tales como la masculinidad, mucho más claros de lo que los humanos posiblemente los tengamos nunca.
En cuanto al plano personal, reconozco que todo esto me ha pillado por sorpresa. Mi manera habitual de saludar a la primavera y darle la bienvenida, siempre ha sido reunirme con mi amiga la alergia para darle un recibimiento con un circo de tenaces estornudos, intrépidos goteos nasales y sorprendentes picores lacrimales, todos ellos capaces de sonrojar al más nuclearmente pálido transeunte finlandés. Este año no ha sido diferente. Fue avistar la primavera aproximándose en lontananza y ver la sombra de mi alergia proyectarse junta a la mía. Es la alergia ese típico invitado bien conocido, pero no menos indeseado por ello. Es como ese tio malhumorado con un hijo medio retrasado (o eso pensamos nosotros) y una mujer con voz de pito y costumbres rescatadas de tiempos inmemoriales, que vienen a veranear a tu casa de campo, sin avisar, pero no por ello inesperadamente, pues año tras año se presenta allí para desesperación de propios y extraños. Cierto es que hay armas para luchar contra la alergia, drogas blandas para combatir los molestos efectos que provocan todas esas sustancias inapreciables para el ojo humano cuando se introducen en mi organismo de manera implacable. Pero no menos cierto es que tras un prolongado tiempo usando fármacos, el cuerpo, no sé si como el veterano soldado que no ve salida al conflicto armado y se cansa de luchar por una guerra sin futuro, depone las armas, de modo que por mucha droga que tome, la alergia nunca termina de irse.
A pesar de la sorpresa inicial y el handicap de contar con una aliada inútil, creo que me he sabido reponer bastante bien. Ya antes de que diese comienzo el Festival de las Flores, mi casa contaba con un jardincillo de lo más cuco, así que llegado el momento, sólo he tenido que ampliarlo un poco y darle un toque de clase de cara al concurso.
Reconozco que nunca he sido gran fan de la jardinería, y mi propio padre ha despotricado acerca de esta falta de interés mía, pues es hombre de campo. Es ahora que empiezo a comprender la magia propia de la naturaleza, de la vida. Si mi progenitor supiera esto, despotricaría más aún. Por mucho tiempo que haya pasado, en su memoria sigue brillante como reciente actualidad aquella mañana de invierno cuando me negué a recoger aceitunas con el resto de la familia. Así mismo, por mucho tiempo que haya pasado, mi trasero recuerda como estremecedora actualidad la vara de olivo que intentaba, no sin convicción, hacerme cambiar de opinión. En mi defensa diré que era muy niño, muy vago, y hacía un frio de tres pares de narices. Sí, también era muy cabezota y orgulloso. Como orgulloso estoy hoy día de no haber cedido al chantaje del dolor.
En otro orden de cosas, mañana os contaré cómo se siente el vencedor del torneo de las flores.
Pero, ¿en qué consiste este Festival de las Flores exactamente? Los más avispados ya habrán logrado adivinar que algo tiene que ver con las flores, obviamente. El festival es una especie de competición por ver quién es capaz de crear el jardín más bonito del pueblo. Para esto se emplean los seis primeros días de la semana, siendo el domingo dedicado a la votación y entrega de premios. Puesto que es mi primer año, desconozco qué acontecerá mañana o cual puede ser el primer premio. Lo que sí que puedo asegurar es que el verdadero ganador es el propio pueblo. Pasear por Ynis durante esta semana es una de las experiencias más campestremente placenteras que alguien pueda experimentar. Como sucede en diferentes barrios de las ciudades del sur de España, cada casita de aquí cuenta con su jardincito mejor o peor arreglado, pero con jardincito al fin y al cabo. El título de Festival de las Flores es totalmente literal, ya que se dan cita todo tipo de variantes a lo largo de las diferentes viviendas. Rosas rojas, amarillas, violas blancas, tulipanes... y muchas otras flores de las que, como en los árboles, sería incapaz de relacionar nombre con aspecto, se reunen en pequeños batallones de belleza capaces de derribar los muros del más duro de los corazones y hacerse fuertes en él. Quien más quien menos pone un poco de si mismo, de su sudor, de su buen hacer o de ese empeño juvenil por destacar. Todo el mundo participa de la fiesta, sea del sexo que sea. En cierto modo es como si los animales tuvieran más claros conceptos tales como la masculinidad, mucho más claros de lo que los humanos posiblemente los tengamos nunca.
En cuanto al plano personal, reconozco que todo esto me ha pillado por sorpresa. Mi manera habitual de saludar a la primavera y darle la bienvenida, siempre ha sido reunirme con mi amiga la alergia para darle un recibimiento con un circo de tenaces estornudos, intrépidos goteos nasales y sorprendentes picores lacrimales, todos ellos capaces de sonrojar al más nuclearmente pálido transeunte finlandés. Este año no ha sido diferente. Fue avistar la primavera aproximándose en lontananza y ver la sombra de mi alergia proyectarse junta a la mía. Es la alergia ese típico invitado bien conocido, pero no menos indeseado por ello. Es como ese tio malhumorado con un hijo medio retrasado (o eso pensamos nosotros) y una mujer con voz de pito y costumbres rescatadas de tiempos inmemoriales, que vienen a veranear a tu casa de campo, sin avisar, pero no por ello inesperadamente, pues año tras año se presenta allí para desesperación de propios y extraños. Cierto es que hay armas para luchar contra la alergia, drogas blandas para combatir los molestos efectos que provocan todas esas sustancias inapreciables para el ojo humano cuando se introducen en mi organismo de manera implacable. Pero no menos cierto es que tras un prolongado tiempo usando fármacos, el cuerpo, no sé si como el veterano soldado que no ve salida al conflicto armado y se cansa de luchar por una guerra sin futuro, depone las armas, de modo que por mucha droga que tome, la alergia nunca termina de irse.
A pesar de la sorpresa inicial y el handicap de contar con una aliada inútil, creo que me he sabido reponer bastante bien. Ya antes de que diese comienzo el Festival de las Flores, mi casa contaba con un jardincillo de lo más cuco, así que llegado el momento, sólo he tenido que ampliarlo un poco y darle un toque de clase de cara al concurso.
Reconozco que nunca he sido gran fan de la jardinería, y mi propio padre ha despotricado acerca de esta falta de interés mía, pues es hombre de campo. Es ahora que empiezo a comprender la magia propia de la naturaleza, de la vida. Si mi progenitor supiera esto, despotricaría más aún. Por mucho tiempo que haya pasado, en su memoria sigue brillante como reciente actualidad aquella mañana de invierno cuando me negué a recoger aceitunas con el resto de la familia. Así mismo, por mucho tiempo que haya pasado, mi trasero recuerda como estremecedora actualidad la vara de olivo que intentaba, no sin convicción, hacerme cambiar de opinión. En mi defensa diré que era muy niño, muy vago, y hacía un frio de tres pares de narices. Sí, también era muy cabezota y orgulloso. Como orgulloso estoy hoy día de no haber cedido al chantaje del dolor.
En otro orden de cosas, mañana os contaré cómo se siente el vencedor del torneo de las flores.
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