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sábado, febrero 24, 2007

Historia de Ossco y Jaspi - decimoctava entrega

Muy a su pesar, Jaspi despertó. Le dolía la cabeza, notaba en el estómago un profundo agujero, y con la boca seca como un trapo tendido al sol del verano, masculló una palabrota poco propia de un oso bueno. Ya de pie, se dirigió a una ventana del comedor: no había sido ninguna pesadilla. Una mancha negra lo miraba a los ojos desde donde antes le había sonreído su jardín. El jardín. Las lágrimas acudieron a sus ojos, pero antes de abandonarlos fueron calcinadas por la rabia. Sólo un animal podía haber cometido tal desfachatez, y sólo podía tratarse de Ossco. En realidad, susurró la razón de Jaspi, podía haber sido algún otro. No le faltaban enemigos en otros pueblos, y bueno, también podía tratarse de un accidente, estas cosas pasan de vez en cuando, una chispa... ¡Ossco! gritó Jaspi apretando los puños como si entre ellos estuviera su conciencia. Había sido Ossco, y debía pagar por ello. Ese pensamiento lo relajó. Se arrastró hasta la cocina y se preparó un café con leche. La cafeína siempre le había estimulado la creatividad.

En ese mismo momento, en la plaza del pueblo se celebraba una fiesta bautizada por la gallina feliz como La fiesta del amor. Los vecinos, vestidos con guirnaldas de flores, giraban cogidos de las manos al tiempo que cantaban canciones populares. Inconscientemente se despedían de la felicidad que se había apoderado de sus cabezas durante casi dos días; la serenidad regresaba a sus vidas.

miércoles, febrero 14, 2007

Historia de Ossco y Jaspi - decimoséptima entrega

Durante un día y medio la realidad perdió toda su relevancia en el pueblo. Algunos vecinos correteaban fatigosamente por los caminos convencidos de estar alcanzando velocidades ultrasónicas; otros los miraban y veían camellos sedientos, jilgueros ebrios, lenguas gigantescas que lamían las piedras. Como consecuencia, hubo vecinos que se escondieron bajo las camas, presas de un pánico insoportable, mientras otros se tiraban por los suelos víctimas de espontáneos ataques de risa que solían ir acompañados de un dedo índice que apuntaba hacia algo intrascendente.

Vigilio bailó salsa con el caballo asmático, convencido de que por fin había conquistado a Lulú. Ésta, por su parte, se unió a un grupo de vecinos que espontáneamente habían iniciado una clase de lo que ellos consideraban aeróbic en la plaza del ayuntamiento. Hubo un vecino que trepó a la copa de uno de los árboles más altos y se lanzó al grito de ¡Victoria!. El ayuntamiento fue invadido por un reducido grupo de vecinos con flores en el pelo que dedicaron la mayor parte del tiempo a actividades lujuriosas en las que se vio involucrada una gran cantidad de material de oficina. Incluso los pájaros parecieron celebrar fiestas entre las ramas de los árboles, y alguno hubo que se mezcló entre los vecinos, sintiéndose uno más.

Ossco, como cada mañana, salió de su casa y se sentó en la silla de mimbre frente al río. A lo lejos se oían sonidos poco habituales, risas, gritos, música. Pensó que tal vez era carnaval, o san Valentín, o navidad. Las festividades le traían sin cuidado, como cualquier otra cosa que llevara calor a los corazones del resto de habitantes: era un oso malo y sólo se complacía en su soledad. Al cabo de un rato vio un pájaro revolotear en círculos por encima del rió hasta que chocó contra el tronco de un árbol, en la otra orilla . ¡Será subnormal!, exclamó Ossco con una risilla cruel. Luego cerró los ojos, aún con una sonrisa en los labios, y se durmió, tal como hacía cada día.

viernes, enero 26, 2007

Historia de Ossco y Jaspi - decimosexta entrega

Por la noche, cuando el juicio parecía haber regresado al pueblo y todos sus habitantes soñaban plácidamente, una sombra surgió bajo la luz de la luna. Avanzaba lenta e implacablemente, cada paso un sismo sólo perceptible por las aves nocturnas posadas sobre los árboles del camino. Cruzó todo el pueblo hasta la zona de los arces, y se detuvo frente al jardín del oso bueno. Allí permaneció al acecho, inmóvil. Segundos más tarde una cerilla iluminó su rostro retorcido por el rencor, y cayó sobre una flor pequeña, apenas un capullo que contagió a sus vecinas, las cuales, en un arrebato de histeria, convirtieron el jardín entero en un mar de llamas.

Todavía era de noche cuando a Jaspi lo despertó la luz del sol. Se asomó por la ventana y comprobó horrorizado la escena: no había una sola flor que no ardiera, y las llamas estaban ya alcanzando los arces más cercanos. Lo primero que hizo fue recorrer la casa en busca de ventanas abiertas, que se apresuró a cerrar de un golpe. Lo segundo, saltar sobre el teléfono y marcar el número de Vigilio. Aún no habían logrado sus dedos temblorosos hallar el tercer número cuando oyó voces en el exterior. Soltó el aparato y miró por la ventana. Vigilio, acompañado por unos cuantos vecinos, lanzaba cubos de agua sobre las llamas, y la impresión era parecida a la de un grupo de niños jugando a lanzarle arena al mar. Esto era a causa del volumen del fuego, pero sobre todo de las enormes sonrisas, cuando no carcajadas, que pintaban las caras de todos ellos. Jaspi se cubrió la cara con las zarpas, consternado. Luego corrió las cortinas, tomó tres pastillas de un bote que guardaba en la cocina y volvió a meterse en la cama, con la esperanza de que la muerte se lo llevara dormido.

martes, enero 02, 2007

Historia de Ossco y Jaspi - decimoquinta entrega

Un sonido espeluznante, de águila ebria, se extendió por todo el pueblo como la lava de un volcán. Venía de la casa de Juana, situada a unos metros de la plaza el ayuntamiento. La deficiente se acababa de despertar y reía con tanta vehemencia que le resultaba gracioso escucharse. Se levantó de la cama y escogió de entre sus vestidos el más bonito para ir a comunicarle a Jaspi la noticia: ¡no había nabos! Y no sólo eso: había aprendido a preparar la tarta más rica del mundo. Si Jaspi accedía, no tendrían que vender nabos nunca más, ¡se los podrían comer!

Lulú empezó a tararear un villancico que extrañamente había aparecido en su cabeza en plena primavera mientras notaba cómo la adrenalina viajaba por su cuerpo a una velocidad vertiginosa. Intentó meterse dentro del vestido blanco que se empeñaba en dificultarle la entrada aferrándose a su cuerpo como un hijo frente a la puerta del colegio. Eso a Juana le pareció también muy gracioso, y la risa le impidió oír el crujido de la tela que por fin abrió los brazos y permitió la entrada de sus caderas. La alegría la hizo saltar frente al espejo al tiempo que subía el volumen de su canto y de su risa. Las manos le temblaban, empapadas de felicidad, mientras se pintaba los labios con un rotulador rojo. Para la boda tendría que buscar en alguna papelería de la ciudad un rotulador más grueso, como esos que usaban las mujeres en la tele. Los ojos se le llenaron de luces al imaginarse en una iglesia con Jaspi. ¡Lluvia de arroz! gritó con todas sus fuerzas. Luego soltó una carcajada que asustó a los pajarillos que reposaban cerca de la casa de Ossco, al otro lado del pueblo, y salió de su casa sin cerrar la puerta. El suelo parecía quemar bajo sus pies. Una energía irrefrenable le subía por las piernas a cada paso que daba, y la risa se transformaba en chillido a medida que cogía velocidad.

En la plaza del ayuntamiento, donde los habitantes del pueblo saltaban cogidos de las manos en torno al árbol parlante, la vieron pasar como una exhalación, una bola blanca que cruzó la calle con un grito agudo. Vigilio, que esa mañana había recibido una carta anónima que difamaba el buen nombre de Jaspi, se había acercado a la casa del oso bueno a investigar. No esperaba encontrar nada sospechoso, porque Jaspi era bueno y eso todos lo sabían, pero su deber era asegurarse para poder luego centrarse en pillar al difamador. Entraba en el jardín cuando la oyó. Asustado, giró la cabeza en la dirección del chillido ascendente, y apenas vio una bola de aire que dejó un camino de flores rotas y se alejó del pueblo dejando una nube de polvo a su paso. Fue la última vez que vieron a Juana.

sábado, diciembre 16, 2006

Historia de Ossco y Jaspi - decimocuarta entrega

El día siguiente amaneció soleado. La rana Froberta salió a pasear por la plaza del ayuntamiento, y el caballo asmático fue testigo del golpe que se dio al chocar contra un árbol tras uno de sus saltos. Con el corazón encogido, el caballo corrió hasta el lugar del accidente, y por el camino pudo oír las carcajadas de la rana elevarse hacia el cielo como pájaros hambrientos. Cuando llegó al lugar la encontró sentada en el suelo, con un enorme chichón en el centro de la frente, y dos lagrimones resbalando de sus ojos desorbitados.


—¿Has visto? ¡Hemos ido a pasar los dos al mismo tiempo!
— ¿Quiénes? —preguntó el caballo, confundido, pero la rana se retorcía en el suelo poseída por la risa— ¿Te refieres al árbol?
— Claro que se refiere a mí —respondió el árbol con voz ensordecedora. El caballo lanzó un grito que atrajo a la gallina feliz, que paseaba cerca de allí.
— ¿Qué sucede? —preguntó al ver la escena.

El caballo seguía con la boca desencajada por el espanto, pero logró articular algo parecido a ¿No lo has oído? al tiempo que señalaba el árbol.
La gallina, lejos de sorprenderse, abrió mucho sus macilentas alas y dio un salto que la separó unos milímetros del suelo. Cuando sus patas volvieron a tocar tierra, saltó de nuevo y se desplazó así alrededor del caballo y de la rana, que la observaban desconcertados.

— Hoy me he levantado grácil como los pajarillos, y ya veis, puedo volar,—explicó la gallina sin dejar de saltar —¡Como los pajarillos!

La rana volvió a morder el cielo con sus carcajadas mientras la gallina seguía dando saltitos a su alrededor. El caballo le confesaba al árbol su temor a un posible ataque de asma cuando llegó al lugar la oveja presumida.

— ¡Qué fuerte! —exclamó tras observarlos a todos con la boca muy abierta. Luego levantó una pata hacia el cielo, la apartó y volvió a exclamar—: ¡Qué fuerte!

Inmediatamente después se puso a dar saltos detrás de la gallina.

domingo, noviembre 12, 2006

Historia de Ossco y Jaspi - decimotercera entrega

Cuando llegó a casa Juana había tomado una firme decisión: no regresaría a vender los nabos que habían sobrado. Sin embargo esa decisión, que no iba a cambiar por nada del mundo, suponía un contratiempo en la consecución de su plan. Contó los nabos que habían sobrado: veintidós. ¿Qué iba a hacer con esos nabos? Porque lo que estaba claro era que no podía devolvérselos a Jaspi.


Juana caminó en círculos por el comedor de su casa, con las manos cruzadas en la espalda y la cabeza baja, tal como había visto en la tele hacer a Goofy cuando tenía problemas. De repente frenó y levantó un dedo, pero no apareció ninguna bombilla sobre su cabeza. Contrariada, se sentó en el sofá, y fue entonces cuando tuvo la mejor idea de su vida: ¡haría una tarta de nabos! Jaspi no sabría que no los había vendido; los nabos desaparecerían y de paso experimentaría con una nueva receta. Juana estaba tan feliz que se puso a dar palmas. Al momento paró, frunció las cejas, miró hacia arriba: no había bombilla. ¿Qué hacía mal?

martes, noviembre 07, 2006

Historia de Ossco y Jaspi - duodécima entrega

El día siguiente estuvo cargado de emociones para Juana. Lo primero que hizo al despertarse fue imaginar el viril olor de un oso como Jaspi durmiendo a su lado. Luego desayunó y, con la fuerza que sólo la fe puede brindar, arrastró el saco grande de nabos hasta la plaza del pueblo. Los vecinos que pasaban por allí la observaron con caras consternadas. ¡Nabos! gritaba Juana con los ojos brillantes ¡Nabos mejores! Froberta la rana simpática fue la primera en acercarse a ella y comprar un par de nabos, con la esperanza de que el silencio volviera a la hasta ahora tranquila mañana de domingo. Más tarde el caballo asmático y la gallina feliz hicieron lo mismo. Juana, animada por sus propios pensamientos, subía la voz sin darse cuenta, y con ello logró que tres habitantes más se acercaran y compraran nabos. Finalmente el propio Vigilio apareció en la plaza y, con el tono grave que era incapaz de usar con Lulú, la amenazó con pasar un rato en comisaría. Juana, impresionada por el uniforme de Vigilio, recogió el saco y salió corriendo hacia su casa . ¡Sólo faltaría que sus planes se vieran truncados por la ley!

Por la tarde, recuperada ya del susto, cargó el saco pequeño a sus espaldas y se dirigió el pueblo vecino. Las colas eran muy largas ya cuando llegó, y la rabia se desató cuando comprobaron que no había más que unos pocos nabos que comprar. Juana les intentó explicar que regresaría con más, pero su voz apenas se oyó bajo el abucheo de gente con ojos desencajados que intentaban arrancar los nabos a los que habían tenido la suerte de poderlos comprar. Alguien propuso agarrar a Juana como rehén hasta que trajeran más nabos, y la deficiente huyó a una velocidad que dejó a todos los que la perseguían con la boca abierta y los brazos extendidos en el aire durante unos segundos. Luego los bajaron y siguieron pegándose.

martes, octubre 31, 2006

Very beautiful, thank you

Hola fans del blog.

Me dirijo a vosotros para salvaros del desamparo en el que estáis sumidos tras el post de mi querido compi Fresquito. Porque sé, como si os hubiera visto con mis propios ojos, que os habéis llevado las manos a la cabeza, que habéis abierto mucho la boca, que habéis exclamado ¡Santo Dios! o ¡Cáspita! o ¡Puñetas! (los malhablados), y luego, entrecerrando los ojos, os habéis propuesto volver a leer el post, esa conversación sin pies ni cabeza, en un idioma extraño, germánico, ¡casi vikingo! donde se dan muchos números y muchas IP's y muchas cosas raras.
¡No temáis! ¡yo tampoco lo he entendido! Pero eso no nos convierte en inferiores. Son pamplinas de hackers, de malandrines del espacio, ¡de gamberros! y eso nosotros no lo entendemos porque somos buenas personas. Fresquito también lo es, no digo que no, pero le gustan las cosas raras (yo entre ellas, ¡imaginaos!), y como ha entendido la conversación y le ha gustado, la ha querido compartir con todos nosotros. Así que ha sido un acto de buena intención, porque él, además de buena persona, es generoso. Así que, queridos fans, dejad de fruncir las cejas, relajad la mano que sujeta el ratón, abrid los brazos y sonreid, acercaos al monitor y besadlo, agradeced así un regalo de alguien que os quiere.
Y luego esperad, con la paciencia y el buen humor que os caracteriza, la próxima entrega de la Historia de Ossco y Jaspi.

sábado, octubre 28, 2006

Historia de Ossco y Jaspi - undécima entrega

Juana quería vender todos los nabos con el objetivo de alegrar a Jaspi, y conseguir de paso que se enamorara de ella; no porque sintiera verdadero amor hacia él, sino porque en todas las películas que veía por las tardes, las chicas guapas conseguían el amor de los chicos guapos, y no tenían ninguna necesidad de vender nabos nunca más. De modo que elaboró un plan mientras se horneaba la primera tarta de manzana que preparaba en su vida. Juana estaba muy orgullosa. La vida le sonreía.

El plan era sencillo. Había que tener en cuenta dos factores: uno, que en el pueblo vecino los nabos se vendían sin problemas y hasta llegaban a formarse colas frente a ella, que nunca habían llegado al final cuando los nabos del saco se terminaban, y se ocasionaban por lo tanto disputas que Juana evitaba abandonando el pueblo a toda prisa. Dos: el saco destinado al pueblo vecino era más grande y pesaba tres veces más. La importancia de este factor era para Juana fundamental, y la solución evidente; esa semana, en lugar de llevarse primero el saco enorme al pueblo de al lado, y luego el pequeño a su pueblo, lo haría al revés. Empezaría por arrastrar el saco enorme hasta la plaza del pueblo, donde, como siempre, un número insignificante de aldeanos se acercarían y con unas monedas y una sonrisa condescendiente se llevarían unos pocos nabos. ¡Aunque tal vez al ver que el saco era más grande pensarían que los nabos eran más buenos, y comprarían más! Luego se llevaría el saco pequeño al pueblo de al lado y, si faltaban nabos, volvería al día siguiente con los que habrían sobrado del saco grande. Al fin y al cabo, ¡qué manía tan tonta era esa de usar dos sacos! El saco pequeño es para este pueblo, porque aquí apenas hay demanda. Recuérdalo, decía siempre Jaspi. Juana mordisqueó un trozo de tarta con una risilla nerviosa, mientras se imaginaba vestida de blanco en brazos del oso más bueno del mundo. ¡Y la llamaban tonta!

domingo, octubre 01, 2006

Historia de Ossco y Jaspi - décima entrega

Pero desviémonos un momento de Lulú para centrar nuestra atención en Juana, la deficiente de los nabos. Cada sábado, cuando el sol ya se ha puesto y sólo Froberta, la rana simpática, pasea por el pueblo de charco en charco, Juana abandona su casa y se dirige a paso rápido hacia la de Jaspi. Cuando llega frente a la puerta golpea con los nudillos tres veces, y Jaspi abre con una enorme sonrisa en los labios. Luego la conduce hasta la cocina, donde dos sacos de nabos la esperan. Jaspi se los entrega a la vez que le recuerda que en el de mayor tamaño se encuentran los nabos que deberá vender en el pueblo vecino, donde hay más habitantes y, por alguna extraña razón, todos parecen adorar los nabos. En el de menor tamaño se encuentran los nabos que deberá vender al día siguiente en ese pueblo.

Juana asiente aguantándose la risa. Le resulta divertido que Jaspi siempre le repita lo mismo, como si fuera tonta. Se carga los sacos en la espalda, uno a cada lado, y abandona la casa brincando de alegría. Jaspi le da siempre unas buenas monedas por vender sus nabos. Sobre todo en el pueblo de al lado, donde la gente, los domingos por la mañana, la esperan ya con los brazos abiertos. En este pueblo, sin embargo, le cuesta mucho que nadie le compre un solo nabo. No se explica por qué. Juana deja de dar brincos y frunce las cejas. ¿Acaso son tontos? Los nabos son nabos, y tan buenos son en un pueblo como en otro. Si lograra vender todos los nabos, seguro que Jaspi se pondría muy contento, y al ser un oso bueno, le haría un buen regalo, tal vez un ramo de esas flores tan bonitas. ¡Tal vez incluso se enamoraría de ella! Juana vuelve a dar brincos de camino a su casa, y cuando se cruza con Froberta lanza una carcajada que tiene algo de tétrico en la oscuridad del camino.

miércoles, septiembre 20, 2006

Historia de Ossco y Jaspi - novena entrega

Una mañana como tantas otras, Ossco reposaba en su silla de mimbre cuando Jaspi se plantó frente a él de un salto y le clavó la mirada más pérfida de la que un oso es capaz. Mirada de zorro, de tigre, de hiena a punto de atacar.

— ¡Villano! —le lanzó esta palabra a Ossco como si de una bala se tratara. Ossco le aguantó la mirada y luego lentamente cruzó las piernas y se colocó una mano bajo la barbilla.
—¿Querías algo, querido Jaspi? —preguntó con todo el sarcasmo del que es capaz un oso malo.
—¡Bellaco! —escupió de nuevo Jaspi, y la boca le temblaba, sin duda por articular tales palabras a las que no estaba acostumbrado. —¡Cómo te atreves a tocar mis flores!
—¿Tus flores? por nada del mundo me acercaría yo a tus flores. Apestan tanto como tú.
Jaspi abrió mucho la boca. Luego la cerró. Dio una patada a la silla en la que reposaba Ossco y el oso malo fue a parar de bruces al suelo. Desde allí vio cómo Jaspi arrancaba las florecillas de su jardín una a una y pisoteaba luego la tierra para arrancar las raíces. Cuando ya no quedaba más que el marrón de la tierra vacía, Jaspi se giró hacia Ossco y lo amenazó:

—Como te vuelvas a acercar a mi plantación, te tiraré al río con una piedra atada al cuello. Y ni la gorda esa podrá salvarte.

Luego se alejó a toda prisa por entre los árboles y Ossco lo oyó canturrear una canción alegre típica de los osos buenos cuando están contentos. También oyó una especie de gruñido ahogado que parecía venir de los árboles, pero no le dio importancia porque bastante trabajo tenía en levantarse y arreglar la silla. Lulú, con los dos puños dentro de la boca para ahogar su rabia, planeaba ya la venganza.

jueves, septiembre 14, 2006

Historia de Ossco y Jaspi - octava entrega

Al cabo de unos días la florecilla rosa había alcanzado el tamaño de una zarpa de oso, y a su alrededor habían crecido cuatro flores más, de distintos colores. A Ossco nunca le habían gustado las flores, ni los colores; sin embargo, alrededor de estas colocó una fila de piedras que recogió del río, y cada noche, antes de acostarse, se dedicaba a regarlas y a contarles cosas en un tono de voz tan bajito que ni las flores hubieran logrado oír si hubieran poseído oídos. No comprendía qué le ocurría, pero la presencia de esas flores le llenaba el pecho de cosquillas y otorgaba sentido a su vida. Cada mañana, antes de abrir la puerta de su casa, se asomaba a la ventana que había justo encima de ellas, y las observaba con una sonrisa en los labios.

Lulú, por su parte, lo observaba todo desconcertada: Ossco, el oso malo, se había convertido en un afeminado.

domingo, septiembre 10, 2006

Historia de Ossco y Jaspi - séptima entrega

Los días siguientes pasaron sin pena ni gloria. Lulú tuvo que aceptar una vez más su incondicional amor por Ossco, lo cual en el fondo alegró a Vigilio, pues ello le permitía pasar todas las noches secando las lágrimas de la hipopótamo, y le permitía también focalizar hacia un ser concreto el odio que le creaba la frustración de no poseerla.


Ossco pasó unos días sin salir de casa. Nadie se dio cuenta, excepto los pajarillos que revoloteaban cerca del río. Nadie en su sano juicio se acercaría a la casa de un oso malo. Y por eso nadie supo tampoco por qué lo hizo. Tal vez se sintió indispuesto, o demasiado holgazán para levantarse de la cama, o temió encontrar a la hipopótamo oculta tras un escuálido árbol. Cuando por fin abandonó su casa y, tras llenar sus pulmones de aire fresco, lo primero que vio, al lado de la puerta, fue una minúscula flor rosácea cuyo tallo había osado atravesar la tierra y mostrarse en su jardín sin flores. Pero, al contrario de lo que hubiera sido lógico en un oso malo, Ossco no se apresuró a pisotearla sin piedad. Lo que hizo fue agacharse y observarla con detenimiento; tocó sus pétalos, sus hojas, acercó la nariz y sintió unas cosquillas irreprimibles en las entrañas. Sonriendo con la sonrisa afable y despistada del abuelo que acaba de ver pasar a su nieto favorito, se sentó en su silla de mimbre frente al río y pensó que la vida, a veces, era bonita. No sabía que la aparición de esa flor le demostraría todo lo contrario, como tampoco sabía que los ojos de Jaspi lo observaban tras un árbol apartado.

miércoles, septiembre 06, 2006

Historia de Ossco y Jaspi - sexta entrega

Ossco descansaba en la silla de mimbre que colocaba cada mañana frente al río. Tenía los ojos cerrados y su barriga ascendía y descendía pausadamente al tiempo que su boca emitía un suave ronquido. Lulú lo observó tras un árbol largo rato, las manos cerradas sobre el ramo de flores, los pies de puntillas, los ojos abiertos y brillantes como perlas que aún no han abandonado la ostra. El tiempo parecía detenido y lo hubiera estado si de Lulú hubiera dependido. Los pájaros que observaban la escena desde las ramas del árbol tras el cual ocultaba su cuerpo la hipopótamo suspiraron también con resignación cuando la observaron depositar el ramo de flores sobre la barriga de Ossco.

Cuando la hipopótamo abandonó la escena, corriendo de puntillas con una enorme sonrisa en los labios, echaron a volar, y sólo uno, escondido en una rama alta, pudo ver la cara de hastío con que el oso abrió los ojos y miró las flores de colores. Luego el pájaro voló a reunirse con sus compañeros, porque ya sabía que Ossco era un oso malo y nada de lo que pudiera hacer a partir de ese momento lo podía sorprender. Así que nadie vio a Ossco levantarse indignado de la silla con el ramo en la mano, blasfemándole al cielo, al río y a los árboles, ni lo vieron luego lanzarlo con fuerza al suelo, ni pisotearlo luego con la rabia que sólo un oso malo puede emplear para pisotear las flores más bonitas del mundo.

domingo, septiembre 03, 2006

Historia de Ossco y Jaspi - quinta entrega

Lulú, mientras tanto, llegó a la plantación de flores. Los colores se extendían hasta llenar un rectángulo los extremos del cual no alcanzaba a ver la hipopótamo. Las abejas danzaban risueñas sobre las flores, que temblaban con la brisa matinal y perfumaban el aire con el olor de la felicidad. La hipopótamo observó la escena con la boca abierta y las manos unidas sobre el pecho, como si la mismísima Virgen hubiera aparecido ante ella. Luego, colmada como estaba de felicidad, sintió las lágrimas asomarse a sus ojos, las mismas lágrimas que se asoman a los ojos de las personas colmadas de felicidad, pero que en el caso de Lulú sólo vinieron a recordarle que todo era una farsa, que en realidad la felicidad no se encontraba en ese extremo del pueblo sino ante el río, ante los ojos de hielo de Ossco.

Juntó fuerzas que ni ella misma era consciente de poseer y logró frenar el llanto. Inmediatamente una idea alegre e inocente como las abejas que revoloteaban a la altura de sus rodillas nació en su cabeza: recogería un ramo de flores exóticas, de esas flores que nadie más en el pueblo poseía y que, según rezaba la voz popular, eran capaces de llevar la alegría al ser más triste y apagado del mundo. Ossco era ese ser, y Lulú lo resucitaría para que pudiera así apreciar la grandeza del amor. Se secó las lágrimas con las manos temblorosas por la excitación y, tras comprobar que no había nadie cerca, recogió un ramo de flores exóticas. Lo hizo de tal modo que la ausencia de las flores pasara desapercibida, para no molestar a Jaspi, a pesar de que, tratándose de un oso tan bueno, estaba segura de que no se hubiera molestado. Una vez tuvo el ramo en la mano, echó a correr hacia el río, y los habitantes del pueblo, al oír la dirección que tomaban los temblores de la tierra, suspiraron con resignación.

martes, agosto 29, 2006

Historia de Ossco y Jaspi - cuarta entrega

Una mañana Lulú abandonó su casa como siempre la abandonaba por las mañanas, convencida de que había superado su desamor y era por fin un alma libre en proceso de sanación. Se dirigió hacia la zona más alta del pueblo, convencida de que no volvería nunca más al río. Paseó entre los arces, saludó a las ardillas que correteaban por los troncos, se tumbó sobre la hierba y recibió con una sonrisa el sol de primavera. Luego, con el objetivo de marcar aún más en su cabeza la distancia que la separaba de Ossco, caminó hasta la casa de Jaspi. Desde lejos se olían ya las flores de su jardín, y al olerlas Lulú sintió una felicidad hasta entonces desconocida, que atribuyó a la libertad de la que gozaba por fin su corazón.

Canturreando una canción llegó por fin a la casa del oso bueno y llamó a la puerta; nadie respondió. Como todo el mundo sabía que Jaspi era un oso de gran corazón, Lulú no sospechó que pudiera estar escondido tras las cortinas celestes de su ventana, observando con horror la enorme sonrisa de la hipopótamo y temiéndose el siguiente destinatario de los llantos nocturnos. Así que Lulú, aún canturreando, se alejó de la puerta y Jaspi, exhalando un enorme suspiro, regresó a la cocina donde había una montaña de pétalos secos de flores exóticas que procedió a introducir en pequeñas bolsas de plástico con algún fin desconocido pero necesariamente bueno, por ser Jaspi el oso bueno del pueblo, como todo el mundo sabía.

sábado, agosto 26, 2006

Historia de Ossco y Jaspi - tercera entrega

Siento el retraso de la tercera entrega. No ha sido por alimentar ese ansia animal que ha despertado el cuento, ni por ver cómo os subías por las paredes y pulsabais F5 compulsivamente esperando que de un momento a otro el blog se actualizara. No soy tan cruel. Ha sido culpa simplemente de mi espalda, que ya no está para los trotes a los que la someto (básicamente mover el ratón de arriba a abajo todo el día, mientras giro el cuello en dirección a la pantalla). Ahora que parece haberse recuperado, me dispongo a saciar vuestra sed con una tercera entrega del tan esperado cuento de Ossco y Jaspi. Aprovecho para aclarar que las entregas son cortas para alimentar la emoción, y no porque pretenda usar tres páginas de cuento para actualizar el blog durante tres meses. Nada más lejos de mi intención.



* * *

Y efectivamente, la chispa que inició la guerra en el apacible pueblo fue el amor. El amor que Lulú sentía por Ossco, el fuego que alimentaba cada mañana cuando lo observaba tras los árboles, sus protuberantes caderas ocultas apenas por los troncos de los cerezos. El amor del que pretendía deshacerse cada noche a través de llantos inacabables que despertaban a los vecinos y de los que más de una vez se había tenido que ocupar Vigilio, el policía del pueblo.

Cuando Vigilio recibía una llamada a partir de las once de la noche, sabía perfectamente que se trataba una vez más del desamor de Lulú. Antes de dirigirse a la casa de la hipopótamo se apretaba el cinturón, ensayaba el tono de voz grave con el que se dirigiría a ella, con el que la amenazaría con pasar una noche en el calabozo si era incapaz de contenerse. Pero cuando los ojos rojos aparecían tras la puerta, lo único que lograba abandonar su garganta eran apelativos cariñosos, frases de consuelo a las que Lulú se agarraba para soltar los llantos una vez más, ocasión que él aprovechaba para abrazarle la espalda y oler la colonia de su pelo.

Vigilio era un policía serio, responsable, alguien que se tomaba muy en serio su trabajo y no necesitaba de ayudantes para mantener la ley y el orden en el pueblo. Sólo frente a las lágrimas de Lulú perdía toda su compostura, y si hubiera podido convertir sus esposas en ramos de flores lo hubiera hecho sin dudarlo, y las hubiera colocado en las manos de la hipopótamo más bonita del pueblo.

Las visitas de Vigilio terminaban siempre frente a dos tazas vacías de chocolate en el comedor de Lulú, con el sol entrando tímidamente por la ventana, después de horas interminables de conversación en las que Lulú sollozaba sus sentimientos hacia Ossco mientras Vigilio escondía las ganas de besar sus lágrimas tras frases de ánimo, sonrisas y caricias en el dorso de la mano. Cuando por las mañanas abandonaba la casa de Lulú, notaba cómo había crecido en su pecho el odio por Ossco.

sábado, agosto 19, 2006

Historia de Ossco y Jaspi - segunda entrega

Jaspi y Ossco no eran amigos, y eso era algo que también todo el mundo sabía. Nadie recordaba haberlos visto jamás juntos, y ni Jaspi se acercaba nunca a la zona del río, ni Ossco a la zona de los arces. En los acontecimientos públicos tales como la celebración de fin de año frente al río, o la muestra de tarjetas de san Valentín que se organizaba cada año en la plaza del ayuntamiento, o bien se colocaban en extremos opuestos y evitaban el contacto visual, o bien alguno de los dos se quedaba en casa, siendo este último normalmente Ossco, por su naturaleza hosca y por ser un oso malo, como todos sabían.


A pesar de no haber presenciado nunca una sola disputa entre ellos, la enemistad se daba por supuesta entre los habitantes del pueblo, y a menudo se explicaba remontándose a tiempos remotos que nadie recordaba porque sencillamente ninguno de ellos había nacido aún por aquel entonces. Porque los osos viven más que las gallinas, las vacas, las ranas e incluso los caballos, y por eso mismo Jaspi y Ossco no sólo eran los únicos osos del pueblo, sino también los habitantes más mayores. Eso dejaba plena libertad a los otros animales para inventar historias de herencias y rivalidades amorosas que daban perfecto sentido a esa enemistad, ya que los aldeanos consideraban el dinero y el amor las dos únicas fuerzas capaces de mover el mundo.

miércoles, agosto 16, 2006

Historia de Ossco y Jaspi - primera entrega

Fresquito, ante la posibilidad de que el éxito de mis cuentos eclipse el de sus dibujos, ha sometido la tableta gráfica a una actividad frenética que no sé yo si el aparatejo va a resistir durante mucho tiempo. Por si acaso, y porque me lo pedísteis, fieles lectores a quienes me debo, he decidido colgar otro texto.

No es un cuento, ni lo he escrito hace poco. Lo empecé hace unos meses, inspirada por la atmósfera tan risueña y animal de Ynis (no olvidemos que Ynis es el lugar paradisíaco donde reside Fresquito, y donde realizaba yo hace un tiempo mis labores de reportera). En principio era un cuento largo. Lo pensé, incluso escribí el esquema en el que me fijaría a la hora de escribirlo. Sólo me faltó esto último: escribirlo. Empecé, rellené tres páginas y lo abandoné, tal como viene siendo habitual en mí.

Así que he decidido ponerlo a prueba y darle así una segunda oportunidad. Colgaré hoy el principio, otro día una segunda parte, otro una tercera, y si tiene éxito, si vosotros, lectores voraces, reclamáis más, entonces tal vez lo vaya terminando para poder seguir con las entregas. Si no reclamáis más puede ser que también lo termine, si me apetece, y hasta que siga colgando entregas, sólo que en ese caso será una tarea sin sentido, como tantas otras que realizo a lo largo del día.

Sin más preámbulos os dejo con la historia de Ossco y Jaspi, dos personajes entrañables.


HISTORIA DE OSSCO Y JASPI

Capítulo primero


Había una vez un pueblo muy pequeño donde vivían un oso malo y un oso bueno. Había más habitantes, como la rana simpática, la oveja presumida o la gallina feliz, pero ninguno de ellos hizo nada en especial, a parte de pescar, recoger frutas o jugar al dominó. Ninguno, excepto los osos, inició una guerra.

Ossco, el oso malo, vivía en un extremo del pueblo. Su casa reposaba frente al río, y le gustaba sentarse en una silla de madera y observar el agua pasar. De vez en cuando al río se acercaba Lulú, una hipopótamo de estruendosa cursilería cuyos sentimientos por Ossco eran tan obvios, y habían durado tanto tiempo, que se consideraban ya patrimonio del pueblo, así como los eperlanos, las peras y los fósiles que aparecían debajo de las piedras de vez en cuando. Tan sólo Ossco parecía no percatarse de ellos, aunque se rumoreaba que no era más que una estrategia para evitarlos.

Jaspi, el oso bueno, vivía en la zona más alta de la aldea, y enormes arces del color de la miel rodeaban su casa. La mayor afición de Jaspi era el cultivo de flores exóticas. A pocos metros de su casa, en una extensión parecida a un río de colores, crecían flores de todo tipo que Jaspi plantaba con cuidado cada primavera, y regaba a diario en cuanto oscurecía. A consecuencia de ello todas las casas cercanas, entre las que se encontraban la del caballo asmático y la de la vaca sin cuernos, gozaban del perfume dulzón de las flores. Y por eso todos querían a Jaspi. Por eso y porque era un oso bueno, y eso lo sabía hasta Juana, una deficiente mental que cada domingo salía a la calle cargada de nabos y se empeñaba en presentarlos como artículos de valor que los vecinos, por pena y hastío, adquirían a cambio de unas monedas.

domingo, agosto 06, 2006

Un sacrificio necesario

La incipiente adicción de Fresquito al fútbol americano amenaza con convertir este blog en uno más de los miles de blogs que empezaron su vida con ilusión y acabaron luego abandonados, condenados a flotar en la blogosfera con la misma sonrisa bobalicona con que nacieron, abandonados sin compasión. Como los cuadernos que se empiezan en el cole en septiembre, y se estrenan con buena letra y el uso de múltiples bolígrafos de distintos colores —rosa para el título, azul para los números, negro para las letras, amarillo para la fecha—, para acabar arrugados, sucios y llenos de garabatos hechos con el primer bolígrafo que se tiene a mano.
Eso va a sucederle a Ynis si Fresquito no recupera el juicio. Y dado que eso parece algo difícil, al menos a corto plazo, me veo obligada a hacer algo. Algo como colgar uno de mis aclamados cuentos que sin duda os mantendrá, a vosotros, lectores anónimos, ávidos de nuevas actualizaciones. Todo sea por el bien de Ynis.



Cuento sin título (y largo, sabe Dios que largo)


Yo te oía, pero tuve que ignorarte para no volverme loca. Me decías ve, y me decías hazlo y me decías dilo, y luego, cuando no te hacía caso, te enfadabas conmigo; podía notar tu rabia en mi cabeza, rozándome el cráneo, amenazándome con convertir en realidad mis peores pesadillas. Al principio te hice caso porque tenía miedo. Miedo al destino, y a las represalias, confianza en tu inexistencia, en que fueras tan sólo la voz de mi intuición. Pero te enfadabas. Debía hacer las cosas cuando me las ordenabas, y tal como tú querías que las hiciera. Una vez me pediste que limpiara todas las persianas de la casa. Para distraerme, dijiste, para hacer algo positivo con mi ociosidad, para aprovechar la energía física propia de mi juventud. Las bajé, tal como sugeriste, y pasé dos horas limpiándolas bajo la luz de la lámpara del comedor. Cuando llegó mi madre me encontró de rodillas frente a la persiana del balcón, chorreando suciedad, sumida en la noche de las cuatro de la tarde. Su reacción fue hasta cierto punto previsible; abrió mucho la boca, preguntó qué estaba haciendo, por qué limpiaba las persianas, por qué tenía la luz encendida; se acercó mucho a mí, buceó en mis ojos, preguntó: ¿estás bien? Odio esa pregunta retórica que sólo admite como respuesta aquello que es obvio que es mentira. Sí, claro, respondí. Luego volví a subir las persianas, que gotearon polvo durante un buen rato, me duché, puse cara de felicidad, y cuando mi madre volvió a mirarme a los ojos, confundida aún, asustada, le di un beso en la mejilla y salí a dar un paseo. No me preguntó nada más. Y tú te enfadaste. Empezaste a llamarme cobarde, irresponsable, a pedirme a gritos que hablara con ella. Pero no podía hablarle de ti, y eso lo sabías muy bien. Si lo hubiera hecho me hubiera mandado a un psicólogo, o a un psiquiatra, a cualquier matasanos cargado con pastillas destinadas a hacerte desaparecer. Y eso tú no lo querías, sólo querías que hablara con ella de otros aspectos de mi vida; de Carlos, de Amanda, del acné y los kilos de más, del futuro. Que fingiera ser una joven normal con problemas absurdos y la hiciera sentirse una madre normal con una hija tan absurda como todas las demás. No podía. Y te enfadaste. Me empezaste a gritar. Me llamaste pusilánime, ególatra, timorata. Usabas ese tipo de vocabulario anticuado y lo repetías sin parar durante la noche, como música de fondo de todos mis sueños y pesadillas.

Empecé a odiarte. Me exigías cosas que no podía hacer. Querías que me pusiera en ridículo en pos de mi supuesto bien que nunca llegaba. Tampoco llegaban los castigos, o eso parecía al principio. Cuando me pediste que besara al hombre del bar, el que mostraba parte de su trasero sobre la línea de los tejanos, el que sudaba sin parar al tiempo que llenaba su enorme estómago de cerveza y se secaba el bigote mojado con el antebrazo, y me sonreía, me sonreía porque me habías obligado a mirarlo y a sonreírle, no pude hacerte caso. Tuve miedo de que me violara, de que me siguiera hasta mi casa, de que me cogiera del brazo y me lanzara al suelo y me destrozara. Pero sobre todo sentí asco. Y me levanté, fui a pagar la cuenta No, el señor ya ha pagado por ti y la cara socarrona del camarero, y esa sonrisa repugnante más cercana, casi pude olerla, y tú que me ordenabas, que me gritabas, que me alejabas de la realidad a la que pretendías acercarme por mi bien. Noté las miradas en mi espalda como monos obesos agarrados a mis costillas, las colas rozándome las orejas, las patas tapándome los ojos. La puerta se cerró tras de mí y en la oscuridad de la calle tuve más miedo de ti que del hombre. Caminé de prisa, aterrorizada por el enorme silencio que guardabas en mi cabeza, temiéndome a cada paso un desenlace terrible. Imaginaba la muerte de mi madre, la enfermedad de mi madre, accidentes, infartos, sangre, hospitales, ausencias definitivas. Llegué a casa con el corazón en el cuello, y cuando la vi sentada en el sofá viendo la tele, los ojos se me llenaron de lágrimas y me metí en el lavabo a llorar. Seguías callada cuando me lavé los dientes, cuando dije buenas noches, cuando me dormí. Sólo en sueños te atreviste a volver a hablar, y esa vez tu voz sonó suave, aterradoramente cariñosa. Desperté en medio de la noche; no sé si grité, imagino que no, porque nadie acudió en mi ayuda como había pasado otras veces. El corazón me latía tan fuerte que pensé que me ibas a matar, y a pesar de ello logré levantarme de la cama y escribir en una hoja el nombre de mi asesina, tu nombre, la palabra que te describe, seas quien seas. Volví a dormirme creyéndome muerta, y cuando desperté por la mañana el garabato nocturno me pareció infantil y me arrancó una sonrisa.

Te odiaba. Me dije que no me dabas miedo. Me dije que no te oía, y lo repetía cada vez que me hablabas, no te oigo, no te oigo, no te oigo, en voz alta en el autobús, ante las miradas atónitas y morbosas de los viajeros, por la calle, andando con los brazos cruzados como si mi cuerpo necesitara mi propio abrazo para exorcizarte. Mi madre volvió a preguntarme si estaba bien, se lo confirmé, y un día me di cuenta de que era verdad. No te habías callado, seguías tu perorata incansable, me insultabas, me aconsejabas, me sugerías por mi propio bien. Pero lo hacías de un modo menos agresivo, en voz baja, y a veces incluso te ponías a cantar conmigo; escuchábamos juntas los discos de Mecano, cada una fingiendo que la otra no estaba, y cantábamos y yo me reía porque me sentía loca, pero era una manera agradable de estar loca y de serlo y de vivirlo. Al cabo de un mes me llamaron al instituto. Mi madre había caído por las escaleras. Nada grave, está bien, no te asustes, ve al hospital. Fui. Por el camino me temblaban las piernas y todas las articulaciones, y tú me seguías hablando y yo te escuchaba. No me atrevía a ignorarte. Incluso te pedí que todo fuera bien, te llegué a prometer que haría lo que fuera si protegías a mi madre, si hacías que estuviera bien. Llegué a ese lugar de blancos sucios y esperanzas sucias y olor aséptico, y mi madre me sonreía, y estaba bien, un poco pálida, una pierna rota, su preocupación y la mía eran opuestas y aún con una sola pierna buceó en mis ojos y me lo confirmó: Estoy bien, no ha sido nada, tranquila.

Me convertí en tu esclava durante un tiempo. Por miedo y por una especie de extraña deuda, te obedecía. Además tus órdenes no eran tan desproporcionadas, eran incluso razonables, y obedeciéndolas estudié más de lo necesario, compré unas cortinas nuevas para el comedor, hice dos veces autostop para llegar antes a casa y pasé tres tardes en una residencia de ancianos asegurando que necesitaba la experiencia para un trabajo del instituto. No pude obedecer tu última orden. ¿Cómo podía creer que si me lanzaba a las vías del metro no me iba a ocurrir nada? Los primeros días me acercaba, miraba la distancia entre las vías, el roce cortante de las ruedas cuando el convoy llegaba, serpiente enorme y angustiada. Tú insistías, me amenazabas, me hablabas de enfermedades y muerte, y una vez fingí que mi carpeta resbalaba hacia las vías y bajé a buscarla, poco antes de que aparecieran las luces. La gente gritó, un hombre se lanzó y me subió en brazos, una mujer rubia y obesa me gritó tan fuerte que no pude oírte. Cuando por fin me alejé por el pasillo, abrumada, pude oír tu risa.

El desprecio era mayor que el miedo. Compré una libreta de tapas rojas y cuando me hablabas la abría y escribía todo lo que me decías. Me convertí en tu secretaria, en la escribana del diablo, en el espejo fiel de todos tus pensamientos. Si me amenazabas con algo que aún lograba asustarme abría la libreta, y tras apuntar la amenaza leía todo lo que me habías dicho hasta el momento y me daban ganas de reír. Me parecías ridícula, absurda, desproporcionada, teatral. Y me reí de ti. Me reí tanto que te cansaste y te fuiste.
Me he acostumbrado al silencio, a oír sólo mis propios pensamientos, a hacer sólo lo que a mí me apetece hacer, sin órdenes, sin consejos, sin amenazas. Tú sigues observándome, lo sé porque te veo en otros. Te alojaste una temporada en un vecino. Lo veía en la ventana por las noches; subía y bajaba las persianas, una, dos, tres veces; a veces se asomaba y miraba la calle con una sonrisa ciega, se llevaba las manos a la cabeza, gritaba, cerraba las persianas de golpe. Yo lo observaba con los ojos llenos de lágrimas, pero nunca me atreví a visitarlo, darle un abrazo, hablarle de ti. Sabía que era lo que tú querías que hiciera y por eso no lo hice. Un día su persiana dejó de levantarse y no lo volví a ver. Ayer, justo ayer, te vi en una niña. Yo caminaba entre la gente, en la calle más transitada, aquella en la que te gustaba insultarme cuando aún te creía. Me viste a pesar de todo, desde una niña de apenas dos años, desde un cochecito me viste y me vi obligada a mirarte. Y me sonreíste. Una sonrisa suave, dulce como cuando me hablabas por las noches. Yo te aguanté la mirada un segundo, dos, concentré en mis ojos todo el odio que aún te guardo en las entrañas. Luego me abrí paso entre la gente, corrí como si me persiguiera un hilo de fuego, corrí y grité para que sepas que no vas a volver, no vas a volver, no vas a volver, no vas a volver.