viernes, julio 14, 2006

Obedezco porque soy buena persona

Aquí tenéis, almas insaciables, un inicio y un cuento.


La aviadora

Hay algo perverso en la memoria; en la manera cómo los objetos, los paisajes, las melodías, quedan impregnados de vida muerta, de pedazos de felicidad, llanto, miedo, culpabilidad, silencio. La aviadora vuela sobre un campo sin cultivar extendido como un pañuelo sucio, y recuerda. Los brazos de su padre eran fuertes y estaban cubiertos por una capa suave de pelo rubio. Sus dientes, ennegrecidos por el tabaco y la falta de atención, la saludaban en cuanto la madre abría la puerta, por encima de su hombro, sin darle tiempo a dejarlo pasar con un gesto de hastío y de felicidad empática. Esos días cogía la enorme mano de estatua caliente de su padre y los dos caminaban durante horas por el campo. Se impregnaban del olor de las flores y del estiércol, arrancaban trozos de hierba y los lanzaban hacia las ovejas que los miraban impasibles, se tumbaban en la tierra a observar las nubes y se sumergían hasta los tobillos en los caminos pantanosos que conducían a lugares oscuros con árboles y ruidos extraños que le llenaban el pecho de cosquillas. Cuando regresaba a casa la madre se llevaba las manos a la cabeza al ver el estado de su ropa, la metía en la bañera y acogía refunfuñando los restos de alegría que la visita del padre había dejado en su hija. Más tarde supo cosas acerca de su padre que la ayudaron a perdonar la indiferencia con que la madre lo evitaba, pero fue capaz de separar el conocimiento del amor visceral y sincero que sintió por él cuando aún no sabía exactamente qué significaba la palabra amor.

El campo ha dejado paso a una cordillera y la aviadora sonríe. Detrás de las montañas aparece el mar, el brillo de libélula de sus aguas bajo la luz del mediodía salpica sus gafas oscuras. A los quince años se lanzó al mar desde lo alto de una roca. Los que supieron de su hazaña (dos hombres que viajaban en bote por esas calas y que la confundieron con una gaviota antes de verla lanzarse al vacío) creyeron que quería suicidarse y le salvaron la vida. Cuando llegó a casa por la noche el pelo se le había secado y lo único que la delataba era el brillo nuevo que había aparecido en su mirada. Su madre la miró un momento al entrar, se acercó a ella, le cogió la barbilla, hurgó en sus ojos; luego sonrió, le besó la frente, le preparó la cena.


(esto era el inicio, por si había dudas)


Telepatía
(o algo)

Al principio me cohibía. Pensaba algo y al momento me arrepentía de haberlo pensado, y me apresuraba a reemplazar ese pensamiento por algún otro más apropiado, menos personal. Entonces se iniciaba en mi cabeza una lucha de pensamientos que terminaba con un portazo o un golpe en la mesa o cualquier cosa que cerrara el círculo vicioso y me devolviera a mí mismo. Ella lo llevaba mucho mejor. A veces la veía caminar hacia mí con ojos de niña feliz y por un momento me preguntaba qué pretendía, a pesar de saber perfectamente que me iba a hacer cosquillas en el costado derecho. Pero justo antes de llegar a mi lado cambiaba de dirección sus pasos y decía algo como escopeta. Eso me desconcertaba y le hubiera besado el cuello cuando lo inclinaba hacia atrás al reír, si no se lo hubiera cubierto con las manos siempre que esa idea cruzaba mi cabeza.

Con el tiempo me acostumbré. Al fin y al cabo era algo que formaba parte de nosotros, que había llegado igual que llegó su olor, su voz o la forma hecatómbica en que había transformado mi manera de mirar el mundo. Y empecé a amar el silencio que ocupaba el espacio de las palabras innecesarias, la ausencia de sorpresas que me proporcionaba el verla por dentro en todo momento, la completa falta de intimidad de mi alma. Cuando por el motivo que fuera --estrés, fiebre, distancia enorme-- perdíamos la capacidad de comunicarnos los pensamientos, una angustia insoportable me carcomía por dentro. Me notaba solo, como dentro de una habitación vacía, de paredes blancas donde se pintaban frases que insistían en tender un puente que no iba a ningún lado.

Cuando él apareció formábamos ya una unidad, un monstruo de dos cuerpos y una cabeza, un micro mundo en el que ser feliz era tan sencillo que daban ganas de reír, y a veces reíamos los dos y nos preguntábamos con los ojos quién había empezado. La primera vez que lo vimos fue a la salida de un cine. Parecía un ruso revolucionario que lo hubiera dado todo por perdido, con una barba que le cubría gran parte de la cara, el pelo despeinado, los ojos tristes y enormes observándola a ella como a una aparición divina en medio de un mundo ateo y tan vacuo de sorpresas. Pasamos por delante cogidos de la mano y lo miramos sobrecogidos. De camino a casa apenas dijimos nada, a pesar de intentarlo, de iniciar un par de temas destinados a poner orden en el remolino que se había formado en su cabeza y que no me permitía ver nada más allá de sus ojos fijos en la acera, su nuca desnuda inclinada que pude incluso sorprender con un beso. Esa noche nos hicimos los dormidos, y las paredes de la habitación contemplaron nuestra necedad con extrañeza.

A partir de ese día los encuentros fueron cada vez más frecuentes. No importaba a dónde fuéramos, en el lugar más apartado, más inesperado, allí estaba él. A veces iniciábamos un recorrido y a medio camino giraba yo sobre mis pies y ella me imitaba, y corríamos hacia algún otro lugar, el que fuera, el que ninguno de los dos hubiera pensado antes. Llegábamos a veces al final del puerto, a las afueras de la ciudad, al cementerio, osados y risueños, cogidos aún de la mano, y al poco rato llegaba él, sin aliento, y ella me miraba como pidiendo disculpas, y luego se miraban, se miraban inevitables y mi mundo no era más que un puente absurdo apoyado en el suelo.

Lo peor de todo, lo más cruel, fue que la telepatía se mantuvo. Durante un tiempo fingimos que no, nos fingimos independientes e incluso empezamos a hablar más de lo necesario. Yo le preguntaba si tenía frío después de tenderle un jersey, ella me abrazaba y luego me preguntaba si estaba triste. Empezó a salir sola por las tardes, empecé a preferir quedarme en casa leyendo. Antes de cerrar la puerta detrás de sí me miraba, tristísima, y yo giraba los ojos hacia el libro y dejaba caer su tristeza al suelo. Luego, cuando al fin se iba, la recogía pedazo a pedazo y la juntaba encima de mi propia tristeza, y luego la dejaba caer una vez más, y la pisaba, y luego me tumbaba en la cama y buscaba su olor en las sábanas como si no fuera a volver nunca más. Cuando volvía me hacía el dormido, y ella fingía creerme y se tumbaba a mi lado en silencio. Se acostumbraron las paredes a vernos así; nosotros no nos acostumbramos y tuvimos que separarnos antes de perdernos en una locura temblorosa y muda.

Un día se fue. No discutimos una sola vez, no hablamos del ruso ni de su carácter ineludible, y ni tan solo pensamos mucho en ello cuando nos sabíamos cerca. Sin embargo cuando apareció en el comedor con la maleta enorme bajo un brazo y la culpa cubriéndole la cara, yo ya la esperaba con su bufanda en la mano. Nos besamos. No lo he mencionado antes, pero los besos eran puertas que daban a un mundo estruendoso en el que se andaba con los ojos cerrados y sin cambiar de sitio, y los tratábamos con respeto, los racionábamos casi para no perder la facultad de encontrarnos luego en el mundo de siempre, el de las miradas y los silencios. Ese día no me dio tiempo a salir. Separamos los labios, me acarició la cara, cerró la puerta detrás suyo y yo seguía con los pies quietos y sin ver nada. Y así me quedé, colgando, a la espera de un puente que me lleve de vuelta donde no quiero estar.

4 comentarios:

david dijo...

Vale, vale, he conseguido leer ambos dos, el trozo y el completo, a pesar de que Freshquito cometió la imprudencia de aconsejarme que los leyese, que es más o menos hacer seguro que no lo voy a hacer.

Y no sé si debería haberlos leído o si no.

El estilo es tan odioso y tan digno de lapidación como siempre, de puro bonito. Y en fin, del trozo no voy a decir nada más que eso, porque era sólo un trozo, y si quieres más pues ale, a seguir, pero la otra... ay, asquerosa, qué historia más triste y más... familiar :(

Sólo un pero: Esa última nota de los besos con ese "no lo he dicho antes", a mí no me convence mucho, pero bueno. Sé que lo digo por poner algún pero, que si no no me voy contento.

Pero te sigo odiando mucho, que lo sepas.

Anna C P dijo...

Estoy de acuerdo, ese trozo está ahí porque no sabía cómo acabar el cuento.

Y yo también te odio, y eso que hace siglos que no leo ningún cuento tuyo v_v

david dijo...

Porque hace siglos que no escribo ninguno.

Estoy empezando a considerar la posibilidad de, si un fin de semana consigo dormir bien, hacerme otro destrozo de esos de escribir un cuento al día durante una semana o morir, a ver qué sale.

Anna C P dijo...

Yo estoy haciendo algo parecido, bajo la coerción de Fresquito. Es escribir algo cada día o recibir un castigo espantoso en el que no quiero ni pensar >_<

Así que llevo ya unos días escribiendo a diario, y yo creo que es bueno. No porque salga nada decente, sino porque se entrena el cerebro y tal vez un día sí que llegue a salir (si sigo escribiendo cada día, si me siguen amenazando con tales barbaridades).