Poconá
Probablemente todos hayáis oído hablar de Poconá. En la televisión, en el periódico, en los temas de muchos cantautores, en los anuncios y campañas solidarias propios de la época navideña. Todos lo habréis visto también en el reverso de otros anuncios, aquellos donde aparece gente henchida de orgullo por poseer coches enormes, electrodomésticos capaces de hacerte la vida más fácil (porque todos sabemos que las dificultades de la vida las puede resolver fácilmente un buen lavaplatos), zapatos que respiran, vitaminas que te hacen feliz, pegatinas mágicas que adelgazan, clínicas que prometen convertirte en la mujer más hermosa del mundo (¿por qué no aparecen hombres en los anuncios de corporación dermoestética? ¿quién les ha dado permiso para no ser jóvenes, delgados y asombrosamente parecidos?). En las etiquetas de la ropa de moda y a buen precio, que susurran para quien quiera oírlas que han estado confeccionadas en países donde las condiciones de trabajo estremecerían a cualquiera que osara imaginarlas. En todos sitios está Poconá, en el reverso de todo lo que se ve y lo que no se ve.
Existe Poconá porque existe la otra cara de la moneda, la cara donde lo innecesario se convierte en esencial porque todo lo realmente necesario ha sido cubierto mucho tiempo atrás, y porque la producción de lo innecesario enriquece a aquellos que ya eran ricos, y genera necesidades absurdas, frustraciones y complejos que buscan calmarse con más cosas innecesarias, y al final lo necesario, tiempo atrás cubierto, se olvida.
Poconá se rehuye, se oculta. Se reduce a un par de imágenes, cuanto más impactantes mejor: un niño con lágrimas en los ojos, otro con el vientre hinchado por la falta de alimento, otro con moscas en los ojos. También se convierte en un destino turístico de categoría: las playas de Poconá, a las selvas de Poconá, los cruceros por Poconá, la calma de Poconá, el exotismo de Poconá. Se viaja a complejos hoteleros aislados, con piscinas inmensas, aguas limpias y restaurantes con comida típica del país, y se cree haber visitado el país, sin ni un solo momento haber pisado los pueblos ni las gentes que los habitan.
Poconá no aparece en las noticias si no es de pasada, algo que sucede lejos y que no se puede cambiar; desastres naturales, conflictos armados, lamentos de fondo. Las guerras de Poconá no son tan importantes como las otras, por eternas, por cansinas; sus víctimas no movilizan a nadie, no llenan las calles de pancartas e indignación, los nombres de los países apenas aparecen en los medios de comunicación y por lo tanto tampoco están presentes en las mentes de nadie. Se ven como algo inalterable, resultado de una cultura distinta, una manera de ver las cosas incomprensible, una época que en algunos lugares se empeña en perdurar. Se percibe Poconá como un lugar que no tiene nada que ver con el resto del mundo, donde sólo hay pobreza, cuyos habitantes son mucho más resistentes a la adversidad, por fuerza y adaptación, y se dedican por entero a la tarea de sobrevivir. Se piensa en Poconá como en la antítesis de la riqueza y la paz, ignorando a veces de manera voluntaria de dónde provienen los diamantes y otros símbolos de riqueza y poder.
En Poconá sí que conocen los nombres de nuestros países. También conocen lo innecesario, a través de televisores que juntan a varias familias cada noche, y en casas de paredes desconchadas, sobre alfombras roídas y a un paso de un cielo lleno de estrellas, contemplan con los ojos muy abiertos cómo vive la gente de los anuncios y las series de televisión, la que no sólo come cinco veces al día sino que guarda su comida en refrigeradores silenciosos con una pantalla de televisor pegada en la puerta, vive en casas enormes, alimenta a sus perros con comida vitaminada, luce sonrisas perfectas y conduce coches brillantes. Gente que, en general tampoco tiene nada que ver con nosotros.
Y en busca de lo necesario, algo que por fuerza tiene que sobrar en un lugar con tantas cosas innecesarias, algunos se embarcan en viajes rumbo arriba que muchas veces acaban en medio de la nada, y otras en vidas cercanas a la pobreza, una pobreza distinta de la del país que han dejado atrás, que permite lo necesario pero sin embargo está privada de dignidad. No por tener un color de piel distinto, los que lo tienen, ni por hablar un idioma distinto, ni por rezarle a un Dios distinto. Simplemente porque son pobres, y la pobreza es indigna.
Y lentamente la indignidad puebla las calles de países que no tiene derecho a poblar, y ocupa casas, colegios, puestos de trabajo a los que, según algunos, tampoco tiene derecho. La pobreza también comete delitos, atracos, robos, reclama un espacio para los pañuelos en la cabeza, para lugares donde se reza descalzo, para la diferencia. Y nos llevamos las manos a la cabeza, el caos se aproxima, la mezcla nos borrará mientras la injusticia se apodera lentamente de nuestro rincón de mundo. Aparece el miedo, y con el miedo el odio, y se reclaman soluciones rápidas y eficaces: echarlos, devolverlos a sus países, hacerlos desaparecer, que todo vuelva a estar en su lugar y ellos en Poconá, donde por fuerza han aprendido ya a sobrevivir, donde les ha tocado vivir por nacimiento y no por culpa nuestra, donde aún están en épocas pasadas, con tribus y sacrificios y ablaciones y huesos en las narices. Porque aquí no hay lugar para todos y todo tiene un límite.
Todo, excepto lo infinito, tiene un límite, y la Tierra no es una excepción. Sin embargo durante muchos años se creyó que lo era. Se viajó en barco, porque aún no existían los aviones, en busca de nuevos lugares que conquistar, y se comprobó que más allá de lo conocido existían tierras que aún no tenían nombres (al menos no en un idioma comprensible, al menos no pronunciables), con habitantes extraños que no contaban con armas sofisticadas, tierras ricas en materias primas, enormes, fértiles y vírgenes. Hubo quien estudió la finitud de la Tierra y trazó mapas para delimitarla. Luego alguien los pintó de colores, colocó banderas y se enorgulleció de imperios donde nunca se ponía el sol. Sólo entonces dejó la Tierra de ser infinita.
Es cierto que el desplazamiento de la pobreza no es la solución. Tampoco es el problema. Las autoridades, los gobiernos, se empeñan en tapar los agujeros por donde penetra Poconá como agua en un barco que amenaza con hundirse pero que sin embargo permanece inmóvil, tal vez porque hace ya muchos años que se hundió. Poconá sigue siendo un desconocido, un desconocido que nos invade y que cuanto más cerca está de nosotros menos posible nos resulta conocerlo. Y nadie propone acercarse, cambiar de barco, buscar una playa nueva donde haya troncos para poder construir otros barcos. Se necesita la madera para construir lo innecesario, las frustraciones para alimentar el odio, el miedo para mantener las cosas inalteradas delante de nuestros ojos ciegos. Mientras en Poconá comparten la radiación en blanco y negro de un viejo televisor y sueñan con vivir en una realidad que no existe.
Existe Poconá porque existe la otra cara de la moneda, la cara donde lo innecesario se convierte en esencial porque todo lo realmente necesario ha sido cubierto mucho tiempo atrás, y porque la producción de lo innecesario enriquece a aquellos que ya eran ricos, y genera necesidades absurdas, frustraciones y complejos que buscan calmarse con más cosas innecesarias, y al final lo necesario, tiempo atrás cubierto, se olvida.
Poconá se rehuye, se oculta. Se reduce a un par de imágenes, cuanto más impactantes mejor: un niño con lágrimas en los ojos, otro con el vientre hinchado por la falta de alimento, otro con moscas en los ojos. También se convierte en un destino turístico de categoría: las playas de Poconá, a las selvas de Poconá, los cruceros por Poconá, la calma de Poconá, el exotismo de Poconá. Se viaja a complejos hoteleros aislados, con piscinas inmensas, aguas limpias y restaurantes con comida típica del país, y se cree haber visitado el país, sin ni un solo momento haber pisado los pueblos ni las gentes que los habitan.
Poconá no aparece en las noticias si no es de pasada, algo que sucede lejos y que no se puede cambiar; desastres naturales, conflictos armados, lamentos de fondo. Las guerras de Poconá no son tan importantes como las otras, por eternas, por cansinas; sus víctimas no movilizan a nadie, no llenan las calles de pancartas e indignación, los nombres de los países apenas aparecen en los medios de comunicación y por lo tanto tampoco están presentes en las mentes de nadie. Se ven como algo inalterable, resultado de una cultura distinta, una manera de ver las cosas incomprensible, una época que en algunos lugares se empeña en perdurar. Se percibe Poconá como un lugar que no tiene nada que ver con el resto del mundo, donde sólo hay pobreza, cuyos habitantes son mucho más resistentes a la adversidad, por fuerza y adaptación, y se dedican por entero a la tarea de sobrevivir. Se piensa en Poconá como en la antítesis de la riqueza y la paz, ignorando a veces de manera voluntaria de dónde provienen los diamantes y otros símbolos de riqueza y poder.
En Poconá sí que conocen los nombres de nuestros países. También conocen lo innecesario, a través de televisores que juntan a varias familias cada noche, y en casas de paredes desconchadas, sobre alfombras roídas y a un paso de un cielo lleno de estrellas, contemplan con los ojos muy abiertos cómo vive la gente de los anuncios y las series de televisión, la que no sólo come cinco veces al día sino que guarda su comida en refrigeradores silenciosos con una pantalla de televisor pegada en la puerta, vive en casas enormes, alimenta a sus perros con comida vitaminada, luce sonrisas perfectas y conduce coches brillantes. Gente que, en general tampoco tiene nada que ver con nosotros.
Y en busca de lo necesario, algo que por fuerza tiene que sobrar en un lugar con tantas cosas innecesarias, algunos se embarcan en viajes rumbo arriba que muchas veces acaban en medio de la nada, y otras en vidas cercanas a la pobreza, una pobreza distinta de la del país que han dejado atrás, que permite lo necesario pero sin embargo está privada de dignidad. No por tener un color de piel distinto, los que lo tienen, ni por hablar un idioma distinto, ni por rezarle a un Dios distinto. Simplemente porque son pobres, y la pobreza es indigna.
Y lentamente la indignidad puebla las calles de países que no tiene derecho a poblar, y ocupa casas, colegios, puestos de trabajo a los que, según algunos, tampoco tiene derecho. La pobreza también comete delitos, atracos, robos, reclama un espacio para los pañuelos en la cabeza, para lugares donde se reza descalzo, para la diferencia. Y nos llevamos las manos a la cabeza, el caos se aproxima, la mezcla nos borrará mientras la injusticia se apodera lentamente de nuestro rincón de mundo. Aparece el miedo, y con el miedo el odio, y se reclaman soluciones rápidas y eficaces: echarlos, devolverlos a sus países, hacerlos desaparecer, que todo vuelva a estar en su lugar y ellos en Poconá, donde por fuerza han aprendido ya a sobrevivir, donde les ha tocado vivir por nacimiento y no por culpa nuestra, donde aún están en épocas pasadas, con tribus y sacrificios y ablaciones y huesos en las narices. Porque aquí no hay lugar para todos y todo tiene un límite.
Todo, excepto lo infinito, tiene un límite, y la Tierra no es una excepción. Sin embargo durante muchos años se creyó que lo era. Se viajó en barco, porque aún no existían los aviones, en busca de nuevos lugares que conquistar, y se comprobó que más allá de lo conocido existían tierras que aún no tenían nombres (al menos no en un idioma comprensible, al menos no pronunciables), con habitantes extraños que no contaban con armas sofisticadas, tierras ricas en materias primas, enormes, fértiles y vírgenes. Hubo quien estudió la finitud de la Tierra y trazó mapas para delimitarla. Luego alguien los pintó de colores, colocó banderas y se enorgulleció de imperios donde nunca se ponía el sol. Sólo entonces dejó la Tierra de ser infinita.
Es cierto que el desplazamiento de la pobreza no es la solución. Tampoco es el problema. Las autoridades, los gobiernos, se empeñan en tapar los agujeros por donde penetra Poconá como agua en un barco que amenaza con hundirse pero que sin embargo permanece inmóvil, tal vez porque hace ya muchos años que se hundió. Poconá sigue siendo un desconocido, un desconocido que nos invade y que cuanto más cerca está de nosotros menos posible nos resulta conocerlo. Y nadie propone acercarse, cambiar de barco, buscar una playa nueva donde haya troncos para poder construir otros barcos. Se necesita la madera para construir lo innecesario, las frustraciones para alimentar el odio, el miedo para mantener las cosas inalteradas delante de nuestros ojos ciegos. Mientras en Poconá comparten la radiación en blanco y negro de un viejo televisor y sueñan con vivir en una realidad que no existe.
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