lunes, mayo 08, 2006

¿En qué emplean las reporteras intrépidas su tiempo de ocio?

Bueno, va, voy a ser sincera. Neimtaun, mi pueblo, es un lugar muy tranquilo. Apenas somos diez habitantes, y aparte de las típicas rencillas entre vecinos (que si me pediste la pala y aún no me la has devuelto, que si pones la música para que la oigan los habitantes de Ynis, etc.), lo cierto es que vivimos en una paz idílica, una paz ejemplar, una paz… aburrida. No es que me apetezca ver disputas, ni accidentes, ni cosas así, pero mi corazoncito ávido de noticias no puede evitar ansiar un poco de acción de vez en cuando. Hay veces en que pasear por el campo, deleitarse con el olor de las flores y observar el vuelo de las mariposas no es suficiente. Días en los que casi desearías que te picara una avispa, para comprobar así que sigues viva y no en el limbo. Pues bien… ayer fue un día de esos. Así que hacia las tres de la tarde, en lugar de dirigirme como cada día hacia el Alpiste a tomarme un café y conversar con Fígaro, cogí el camino que, al cabo de casi una hora de andar, me llevaría al autobús que más tarde me dejaría en la ciudad.

Y fue bonito. Sí, bonito, un adjetivo poco adecuado para describir una visita a la ciudad, pero lo cierto es que lo fue. El cielo pasó a ser la única muestra de naturaleza que quedó a mi disposición, y me dediqué a mirar hacia arriba como una desequilibrada, ignorando los insultos de los transeúntes contra los que chocaba cada cuatro o cinco pasos. Pero me daba igual, porque era feliz. Al contrario de lo que dicta la lógica, yo creo que cada lugar tiene un cielo distinto, y el cielo de la ciudad, recortado por los edificios construidos muchas décadas atrás, tiene algo de impetuoso, de solemne y de bonito, pero eso no cuenta, porque todos los cielos son bonitos.

Sin embargo cuando oscurece el cielo de una ciudad pierde todo su encanto, se vuelve opaco y rojizo y no hay nada que ver, así que decidí meterme en un teatro. ¿Quién es Silvia? O la Cabra se llamaba la obra, y era de Edward Albee. Tal vez me llamó la atención porque una vez tuve como vecino a un cabrón, y no es ningún insulto, era un cabrón encantador, y se llamaba Montés. Ay, Montés…. dónde andarás, malandrín.
El caso es que entré (previo pago, obviamente, pero por una visita a la ciudad que hago, no me iba a privar de nada), y me senté dispuesta a ver una comedia o algo parecido, por el título. Pero a la salida, en lugar de tener una enorme sonrisa en los labios y un par de recuerdos risueños volando por la cabeza, los interrogantes me picaban por dentro como chinches hambrientos.

Sinceramente, mientras veía la obra pensaba que no era buena. Que se les había ido la mano, que abusaban de la paciencia del público. Un hombre de mediana edad, felizmente casado, con un hijo adolescente cuyo única característica fuera de lo corriente es su homosexualidad, resulta que se enamora de una cabra. ¡De una cabra de verdad! No, nadie interpretaba el papel de Silvia bajo una capa de lana esponjosa, pero la cabra estaba allí, en las conversaciones, en las confesiones y en las risas de todos los que observábamos desde la oscuridad. ¡Una cabra! Gritaba la esposa cuando se enteraba, gracias a la carta de un amigo de confianza. ¡Una cabra! Gritaba el hijo. Y se llevaban las manos a la cabeza, y mostraban su repugnancia, y el padre lloraba, se lamentaba, quería pedir perdón pero… pero no podía negar algo tan cierto como que amaba a esa cabra. ¡Te follas una cabra! Gritaban todos, pero él negaba con la cabeza y decía que no se trataba de sexo. Que había algo más, algo inexplicable, algo inmenso.

Era absurdo, absurdo de verdad. Así que el público reía, a veces incluso antes de esperarse a oír las intervenciones completas, previendo algo aún más descabellado. ¡Una cabra!
Pero luego, sin piedad alguna, nos lanzaron al drama personal que supone para una familia que el padre descubra de golpe y porrazo sus inclinaciones zoofílicas. Y volaron jarrones, se rompieron cuadros y hubo gritos, gritos y más gritos. Y lágrimas. Y desesperación. Y el hijo perdonó al padre y víctima de una enajenación mental transitoria le dio un beso en los labios. Y el padre primero se asustó pero luego lo razonó, dijo que no significaba nada, que habían perdido la razón con todo lo de la cabra, que el beso era en realidad un beso en la mejilla, aunque hubiera desviado su trayectoria. Y ahí ya cruzaron un límite que yo no era capaz de asimilar del todo, a pesar de mi mente abierta, de reportera con estudios y vida intrépida. Ahí ya se habían vuelto locos y esta obra es una mierda, con perdón. Pero cuando terminó, en lugar de pensar que el hombre era un maldito pervertido folla-cabras, me dio por odiar al amigo de confianza que lo había delatado, y empezaron mis reflexiones. Porque el hombre, dejando a un lado que estaba enfermo, si nadie se hubiera enterado de lo que hacía, hubiera seguido siendo considerado un hombre ejemplar, un buen padre, un buen marido. Y su mujer, a la que seguía queriendo mucho, hubiera seguido tan tranquila y, sin olvidar el hecho de que la pobre cabra no tenía voz ni voto en esa relación, y que probablemente hubiera preferido a alguien de su especie, a pesar de que él se empeñara en afirmar lo contrario, ¿qué daño estaba haciéndole a nadie? Claro que estaba enfermo, la obra no era una apología de la zoofilia ni nada por el estilo (aunque un poco de repelús sí que daba). La obra quería que viéramos lo intolerantes que somos en el fondo, y que las cosas están bien o están mal cuando alguien las ve y dice está bien o está mal. Y ya.

El caso es que las caras de la gente que abandonó el teatro cuando acabó no estaban muy satisfechas, más bien horrorizadas y asqueadas. Yo, como vivo en un lugar donde todos mis vecinos son animales, tan horrorizada no estaba, pero un poco sí, porque la amistad no tiene nada que ver con el sexo, y nunca me acostaría con ninguno de ellos. Pero me fui pensando en todas esas cosas, y hoy me he despertado y aún las pensaba. Entonces la obra no estuvo tan mal, porque me hizo pensar, y las obras están para eso, ¿no? Y en todo caso la visita a la ciudad fue bonita y desconcertante, como todo lo bonito de verdad, y hoy he podido volver a apreciar en toda su inmensidad el olor de las flores, el vuelo de las mariposas y el tacto de la hierba bajo los pies. Ahora, cuando acabe de escribir esto, saldré fuera y me tumbaré a mirar el cielo lleno de estrellas, de luces y de sombras, y me perderé un rato por el otro lado del muro.

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