Mi amiga Dori
Llevo ya días preguntándome qué me ocurre, porque que me ocurre algo es obvio. La primera paga que obtuve como reportera intrépida la gasté en un plumero. De acuerdo, la gasté en más cosas, pero parte del dinero lo destiné a un ostentoso plumero de avestruz. Lo más alarmante es que estuve largo rato contemplándolo en el almacén de Tom Nook, admirando sus plumas, imaginando cómo trataría mis muebles, visualizándolos sin polvo, algo hasta ese momento nunca visto (hay que decir que sigue siendo algo no visto a menudo, pero sí que he conseguido perfeccionar las visualizaciones hasta el punto de saber perfectamente cómo sería todo si limpiara a diario). Lo compré como quien compra una película de DVD, o un libro, o una prenda de ropa, en definitiva, como quien compra algo que le hace mucha ilusión, y cuando llegué a casa lo primero que hice fue quitarle el plástico que protegía su plumaje y dedicarme a pasarlo por encima de todas las superficies a la vista.
El resultado digamos que no fue el esperado. El plumero no tenía previsto encontrarse capas tan gruesas de polvo; el polvo, instalado durante tanto tiempo en lo que ya consideraba su hogar, no pensaba que pudiera venir un plumero a hacerle cosquillas. Y yo no contaba con esa habilidad inquietante que tienen las motas de polvo de volar hacia arriba haciéndonos creer que se han ido, para luego, cuando nos despistamos, caer otra vez sobre el lugar donde estaban y ocupar de paso otros lugares, como el suelo. Sí, debo admitirlo, mi casa nunca ha sido nada parecido a una patena.
Tiempo atrás el incidente hubiera quedado como tal, como incidente, como anécdota, nada, un día que se me fue la cabeza y me dio por querer limpiar la casa. Pero ahora algo me ocurre, y ese algo hizo que, ante los ojos atónitos de Tom Nook, gastara la siguiente paga en una aspiradora. ¡Una aspiradora! Y ya no fue como quien compra un DVD para ver luego en casa. No, la ilusión con la que salí del almacén cargada con ese armatoste, la alegría con que lo arrastré cuesta arriba cual hormiga obrera con delirios de grandeza es sólo comparable a la que hubiera sentido al comprar algo como un reproductor de mp3, una colección de diccionarios completísimos, o… cualquier cosa que me hubiera lanzado de rodillas al suelo al llegar a casa, para sacarlo de la caja cuanto antes y dedicar los siguientes quince minutos a la tarea fascinante de montarlo y leer por encima las instrucciones de uso (no, no tenía mucha experiencia en el uso de aspiradoras).
Luego comprobé fascinada cómo esa máquina aparentemente inofensiva tragaba sin misericordia todo lo que se le pusiera por delante (todo lo que fuera de tamaño pequeño; cuando encontraba objetos más grandes se quedaba pegada a ellos como un perro anciano que ha perdido su dentadura tiempo atrás pero que conserva toda su rabia). Me fascinó. La paseé por todas aquellas superficies a las que días atrás el plumero había hecho cosquillas, y me mostraron todas sus colores originales, protegidos durante tanto tiempo por un polvo que, víctima del desconcierto, se dejaba arrastrar hasta las entrañas de ese monstruo desconocido. Cuando por fin presioné con un pie el botón que calma a la bestia y contemplé el resultado de la batalla, el silencio recién recuperado no pudo más que realzar mi ¡uah!, exclamación que vino acompañada de un extraño cosquilleo en mis ojos, que me apresuré a catalogar de alérgico por no admitir la gravedad de mi estado.
Debo admitir que la fiebre limpiadora que me poseyó ese día, incrementada por el hecho de que era la primera vez que usaba a Dori (apelativo cariñoso con el que me refiero a la Aspiradora), no se ha vuelto a repetir. Es cierto que de vez en cuando, una vez a la semana más o menos, la enciendo y la paseo por toda la casa, pero me dedico básicamente al suelo, que es más cómodo, y viendo la facilidad que tiene el polvo para reproducirse cual pesadilla recurrente, he dado por perdidas las superficies tales como estanterías, mesas, televisores, ordenadores y demás.
De todos modos, aunque mi ataque limpiador se haya apaciguado, es cierto que sigo mirando mi casa de otro modo. Hasta ahora el sofá no era más que un lugar donde tumbarme, así como los cristales servían para protegerme del viento y la lluvia (y de los vecinos, si adquirían un nivel suficiente de opacidad); el suelo servía para poder andar por él y llegar de un lugar a otro, simplemente. Ahora no, ahora los contemplo como víctimas en potencia de un futuro ataque de limpieza, y procuro mantenerlos tan limpios como mi dejadez innata me permite. Y eso no es normal. No puedo evitar recordar a todas esas madres de compañeros de colegio, a las que yo tanto odiaba, que no permitían a sus hijos usar la goma de borrar dentro de sus casas porque ensuciaban, los obligaban a caminar sobre trapos del polvo para evitar pisar el suelo que, tal como pensaba yo por aquel entonces, está para ser pisado, y les tenían terminantemente prohibido sentarse sobre la cama por el riesgo de arrugarla. Esas mujeres no tenían casas, tenían manías, manías enormes con paredes y cristales y suelos, y no me daban pena ellas, sino sus hijos, que adoraban venir a mi casa para saltar maravillados sobre mi cama y borrar sin inhibiciones de ningún tipo los errores que cometían al hacer los deberes.
Las recuerdo y, a pesar de saber que yo nunca seré como ellas, me pregunto si no será que me estoy haciendo mayor. Sí, vale, me estoy haciendo mayor, es un hecho, pero ¿esta manía me viene por eso? Hace tiempo oí que la casa es un reflejo de tu interior. Así, si la tienes ordenada es porque tienes la cabeza muy bien amueblada, y si la tienes hecha un desastre es porque tú por dentro también andas hecha un lío. Eso explicaría la tendencia de casi todos los adolescentes a tener habitaciones como guaridas de león hiperactivo. Sin embargo yo opino todo lo contrario. Después de conocer a montones de señoras sin casa pero con manías enormes y limpísimas (y digo señoras porque eran señoras, aunque señores maniáticos también los hay, imagino), he llegado a la conclusión de que cuanto más ordenada tienes la cabeza, menos te molesta que las cosas estén hechas una porquería a tu alrededor. Cuando tienes tu vida y tus ideas bien colocados, usas los sofás para sentarte, el suelo para andar y la cocina para cocinar. Pero si necesitas que todo esté impoluto y ordenado porque si no te sientes como a disgusto, es que hay algo por ahí dentro que no va muy bien. Y a pesar de saber que mi teoría es una tontería, como la anterior y como tantas otras, me está empezando a preocupar este cariño que le estoy cogiendo a Dori, esa sensación de alivio que siento al ver el suelo limpio y respirar el olor de fregasuelos fragancia limón cuando entro en una habitación.
¿Me estaré desordenando?
El resultado digamos que no fue el esperado. El plumero no tenía previsto encontrarse capas tan gruesas de polvo; el polvo, instalado durante tanto tiempo en lo que ya consideraba su hogar, no pensaba que pudiera venir un plumero a hacerle cosquillas. Y yo no contaba con esa habilidad inquietante que tienen las motas de polvo de volar hacia arriba haciéndonos creer que se han ido, para luego, cuando nos despistamos, caer otra vez sobre el lugar donde estaban y ocupar de paso otros lugares, como el suelo. Sí, debo admitirlo, mi casa nunca ha sido nada parecido a una patena.
Tiempo atrás el incidente hubiera quedado como tal, como incidente, como anécdota, nada, un día que se me fue la cabeza y me dio por querer limpiar la casa. Pero ahora algo me ocurre, y ese algo hizo que, ante los ojos atónitos de Tom Nook, gastara la siguiente paga en una aspiradora. ¡Una aspiradora! Y ya no fue como quien compra un DVD para ver luego en casa. No, la ilusión con la que salí del almacén cargada con ese armatoste, la alegría con que lo arrastré cuesta arriba cual hormiga obrera con delirios de grandeza es sólo comparable a la que hubiera sentido al comprar algo como un reproductor de mp3, una colección de diccionarios completísimos, o… cualquier cosa que me hubiera lanzado de rodillas al suelo al llegar a casa, para sacarlo de la caja cuanto antes y dedicar los siguientes quince minutos a la tarea fascinante de montarlo y leer por encima las instrucciones de uso (no, no tenía mucha experiencia en el uso de aspiradoras).
Luego comprobé fascinada cómo esa máquina aparentemente inofensiva tragaba sin misericordia todo lo que se le pusiera por delante (todo lo que fuera de tamaño pequeño; cuando encontraba objetos más grandes se quedaba pegada a ellos como un perro anciano que ha perdido su dentadura tiempo atrás pero que conserva toda su rabia). Me fascinó. La paseé por todas aquellas superficies a las que días atrás el plumero había hecho cosquillas, y me mostraron todas sus colores originales, protegidos durante tanto tiempo por un polvo que, víctima del desconcierto, se dejaba arrastrar hasta las entrañas de ese monstruo desconocido. Cuando por fin presioné con un pie el botón que calma a la bestia y contemplé el resultado de la batalla, el silencio recién recuperado no pudo más que realzar mi ¡uah!, exclamación que vino acompañada de un extraño cosquilleo en mis ojos, que me apresuré a catalogar de alérgico por no admitir la gravedad de mi estado.
Debo admitir que la fiebre limpiadora que me poseyó ese día, incrementada por el hecho de que era la primera vez que usaba a Dori (apelativo cariñoso con el que me refiero a la Aspiradora), no se ha vuelto a repetir. Es cierto que de vez en cuando, una vez a la semana más o menos, la enciendo y la paseo por toda la casa, pero me dedico básicamente al suelo, que es más cómodo, y viendo la facilidad que tiene el polvo para reproducirse cual pesadilla recurrente, he dado por perdidas las superficies tales como estanterías, mesas, televisores, ordenadores y demás.
De todos modos, aunque mi ataque limpiador se haya apaciguado, es cierto que sigo mirando mi casa de otro modo. Hasta ahora el sofá no era más que un lugar donde tumbarme, así como los cristales servían para protegerme del viento y la lluvia (y de los vecinos, si adquirían un nivel suficiente de opacidad); el suelo servía para poder andar por él y llegar de un lugar a otro, simplemente. Ahora no, ahora los contemplo como víctimas en potencia de un futuro ataque de limpieza, y procuro mantenerlos tan limpios como mi dejadez innata me permite. Y eso no es normal. No puedo evitar recordar a todas esas madres de compañeros de colegio, a las que yo tanto odiaba, que no permitían a sus hijos usar la goma de borrar dentro de sus casas porque ensuciaban, los obligaban a caminar sobre trapos del polvo para evitar pisar el suelo que, tal como pensaba yo por aquel entonces, está para ser pisado, y les tenían terminantemente prohibido sentarse sobre la cama por el riesgo de arrugarla. Esas mujeres no tenían casas, tenían manías, manías enormes con paredes y cristales y suelos, y no me daban pena ellas, sino sus hijos, que adoraban venir a mi casa para saltar maravillados sobre mi cama y borrar sin inhibiciones de ningún tipo los errores que cometían al hacer los deberes.
Las recuerdo y, a pesar de saber que yo nunca seré como ellas, me pregunto si no será que me estoy haciendo mayor. Sí, vale, me estoy haciendo mayor, es un hecho, pero ¿esta manía me viene por eso? Hace tiempo oí que la casa es un reflejo de tu interior. Así, si la tienes ordenada es porque tienes la cabeza muy bien amueblada, y si la tienes hecha un desastre es porque tú por dentro también andas hecha un lío. Eso explicaría la tendencia de casi todos los adolescentes a tener habitaciones como guaridas de león hiperactivo. Sin embargo yo opino todo lo contrario. Después de conocer a montones de señoras sin casa pero con manías enormes y limpísimas (y digo señoras porque eran señoras, aunque señores maniáticos también los hay, imagino), he llegado a la conclusión de que cuanto más ordenada tienes la cabeza, menos te molesta que las cosas estén hechas una porquería a tu alrededor. Cuando tienes tu vida y tus ideas bien colocados, usas los sofás para sentarte, el suelo para andar y la cocina para cocinar. Pero si necesitas que todo esté impoluto y ordenado porque si no te sientes como a disgusto, es que hay algo por ahí dentro que no va muy bien. Y a pesar de saber que mi teoría es una tontería, como la anterior y como tantas otras, me está empezando a preocupar este cariño que le estoy cogiendo a Dori, esa sensación de alivio que siento al ver el suelo limpio y respirar el olor de fregasuelos fragancia limón cuando entro en una habitación.
¿Me estaré desordenando?
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