martes, mayo 30, 2006

pantomi+

Ayer fue el Día Guay, y no porque lo diga yo. En verdad si fuese por mi, se habría llamado "el Día Hipócrita" o "el Día en el que Todos Hacemos Como que nos Llevamos Genial Aunque en Verdad no nos Llevamos". Pero no, oficialmente en Ynis era el Día Guay, y todos los habitantes parecían bastante felices por esto. Claro, ¿quién no va a estar contento cuando es el Día Guay? (leer esto último como si fuese una pregunta irrefutable e incontestable -aunque estas dos son básicamente lo mismo-). A mi todo esto del Día Guay también me viene de nuevo, y aunque en el tablón de anuncios había sido escrito bien clarito que sería el domingo y la festividad fue la comidilla popular durante la semana, cuando el día llegó yo seguía sin tener muy claro qué tenía de especial este día para ser una festividad. O mejor incluso, qué méritos había hecho para que lo calificasen como Guay. Y ayer fue el día y mis dudas no han sido resueltas. Lo que deduje fue que todo el mundo salía a pasear y decirle piropos a sus conciudadanos. En mi humilde opinión personal, algo no tan guay como el nombre presagiaba.

En cualquier caso, mi día estaba condenado a no ser guay, y no porque la festividad de Ynis me pareciera un tanto absurda, sino porque tenía un bautizo. Mi resobrino Marcos sería bautizado ese día, y en consecuencia mi familia se reuniría para tal evento. El plan era quedar a las 13 horas en la iglesia para luego ir a un restaurante llamado "El Chalet" a comer juntitos como buenos familiares. Irónicamente, mi familia no es un ejemplo de unidad, por lo que todos y cada uno de los asistentes sabíamos que en verdad no asistiriamos a un bautizo, sino a una sucesión de pantomimas.

La primera fue la propia reunión frente a la iglesia. Gente que comparte origen sanguineo saludándose tras mucho tiempo sin verse, seguramente desde que uno de los eslabones de la cadena familiar dio una fiesta tradicionalmente religiosa. Gente cuya única conexión es esa cadena de ADN que los une con férrea ferocidad a un destino compartido.

La segunda pantomima da comienzo una vez en la iglesia. Dos bautizos han reunido a aproximadamente cien personas que a duras penas saben seguir los salmos del cura. Allí hay muy pocos cristianos, algunos creyentes, y mucha gente que ha comprado fe por la infantil ilusión de tener una boda convencional, con altar, sermón y vestido de novia. El cura empieza su plática insulsa, intenta que aquello sea ameno, pero se toma libertades que nadie le demanda. No culpo al individuo, parece un hombre amable, pero su actitud es tan erronea como la de la iglesia a la que representa. Se está tomando demasiadas libertades. La libertad de contar cosas por las que no ha sido reclamado. Libertades por las que no se le paga. Libertades que guardan bajo llave el tiempo de esas cien personas. Es paradójico que un miembro de la iglesia se preste a tomarse libertades para algunas cosas y prohiba tajantemente que otros se tomen otras. Pero, ¿qué mal va a hacer un cura por contar batallitas que le han acontecido, vivencias que ha tenido? El mismo mal que cualquier humano que se ha tomado la libertad de ser conductor de su vida, supongo. El buen hombre que viste con túnica blanca ahora habla de la escuela, de las asignaturas, de la religión. Habla de política en un bautizo. No es mi guerra, no voy a romper el sueño idílico de mi sobrina porque estén insultando a mi inteligencia, sacrificaré esa libertad mía por la de un ser cercano, su libertad a tener un día tranquilo, como ella ha planeado tenerlo. El padre concluye el sacramento alzando a mi resobrino frente a la imagen de la Virgen María, como el macaco del Rey León alzó a Kimba, digo Simba.

Se abre el telón y aparece la tercera pantomima. El convite es en un restaurante a bastantes kilómetros de distancia de la iglesia. Como objetivo gastarse un montón de dinero en lo que, de otro modo, podría hacerse con pocos recursos y con mejor final. El lugar es de aspecto agradable y servicio presto. Los entrantes se van sucediendo hasta que finalmente aparece el plato principal: la paella. Un robusto camarero muestra el ejemplar, como si de un trofeo de caza se tratase. La paella es repartida entre todos los comensales, aunque son muchos menos los que se acaban el plato, y no porque la cantidad sea ingente. La paella es mala, apenas merece tal nombre, y el dinero se ha ido por el coladero de manera impepinable. El dinero no es mio, pero las dudas de lo necesario de acudir a un lugar como ese para celebrar un bautizo sí. Sé que forma parte de toda la parafernalia propia de los bautizos y este tipo de celebraciones, pero eso no quita que sea ridícula la elección. Pocas veces los invitados acaban contentos con lo que había, la mayoría, demasiado campechanos (aunque no se reconozcan así) para apreciar los platos más modernos. En este "El Chalet" los platos no eran muy vanguardistas, pero la paella era mala, muy mala. Parecemos condenados a no saber elegir El Chalet propio y el hacer una paella con buena leña, para disfrutar del día soleado de manera efectiva y barata. Siempre pretendemos ser más de lo que somos, y la insatisfacción que nos produce el descubrir que no lo somos, es como una losa que aplasta nuestras ilusiones y nos descoloca el alma.

La siguiente pantomima es la conversación de sobremesa, en la que se levanta una batalla de intereses y brillos. A ver quién brilla más y es más interesante. Se cuentan cosas que nadie puede corroborar, mientras los egos aumentan y los bostezos les siguen. Se regalan sonrisas de soslayo y miradas esquivas que buscan un reloj. El café se prolonga más de lo que la tacita da de sí, hasta que son las seis y hace horas que todos queremos estar en casa. Para mi fortuna encuentro una vía de escape en los fumadores, mis sobrinos y mi hermano, mis personas más allegadas en aquel campo de batalla. Podemos salir a contar nuestras historietas (o a oir cómo las cuentan, en mi caso), aunque la tónica de brillos e intereses es la misma que dentro. Nos reivindicamos y situamos, soltamos mítines de solidificación emocional y según las reacciones de nuestros contertulios nos llenamos de seguridad para los días venideros.

Por fin es la hora de regresar y nos despedimos de todos. Miramos que no se nos olvide nadie. Parece más doloroso que no te digan adiós que el hecho de que no se interesen por ti el resto del año. Mentalmente quien más quien menos va chequeando sus listas imaginarias. Algunos con mala intención tachan a gente como despedida cuando es obvio que eso no ha ocurrido. Buscan crear el pensamiento y la inquietud en esas personas que caen mal, pero a las que tanto se les sonrie. Pues Pepita no se despidió de mi, ¿por qué no lo habrá hecho? Y Pepita mientras se pinta las uñas con un gesto malicioso en los labios.

Estas son las pantomimas mayores a las que me vi expuesto y en las que tomé parte ayer. Cada una revestida de cientos de pantomimas menores que por volumen he omitido. Así fue que llegué de vuelta a Ynis, vacio de sonrisas. Tras cruzar los portones me encontré a Anibal, el rinoceronte. Me preguntó qué me parecían sus pectorales, y yo le dije que me parecían mamas. No lo pilló. No pilló que estaba cansado de tanta pantomima, que la impermeabilidad de mi mala hostia tenía un límite, y que tanta hipocresía se había filtrado finalmente y afectado a mi humor. Él no tenía culpa alguna. Contemplo que la idea del Día Guay no es mala, y que no todas las pantomimas son negativas, pero la sensación de irrealidad ya era demasiado grande, y la ironía de la festividad demasiado jocosa. Lo siento Anibal, pagaste los platos rotos.

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