miércoles, abril 05, 2006

bienvenido mr. marshall

Si un día llegase un americano y te propusiera talar todos los árboles de su pueblo a cambio de medio kilo, ¿qué harías?

Es innegable el placer que uno siente al destruir, al ver como algo se va deteriorando por nuestra acción, sentir el deleite morboso de hacer lo contrario a lo que desde pequeños se nos inculca, contemplar la propia espectacularidad del proceso destructivo es excitante. En mi memoría aún pervive aquel mediodía glorioso en el que mis padres decidieron que el enorme armario de la habitación de mi hermano debía de desaparecer de allí. El problema es que su tamaño era mayor que el del marco de la puerta, por lo que había que realizarle una reducción de volumen para lograr llevar a buen puerto tal empresa. Mi hermano lo intentó con varias patadas que no lograron ni siquiera intimidar al gran mueble. Criados desde pequeños en la cultura de la explosión y la rotura sencilla que el cine nos presenta, la sorpresa fue mayúscula al no ver ninguna astilla volar ni ningún cajón estallar. Llegó mi turno, espoleado por las palabras de desaliento que mi hermano me dedicaba, estudié a mi enemigo en busca de sus puntos débiles. El secreto consistía en golpear en sitios específicos en el momento indicado para desmantelar aquella amalgama de maderas, clavos y cola de contacto reseca. Mi primer golpe fue destinado a la parte superior, en trayectoria ascendente. Le volé la tapa de los sesos con él. Lo demás es historia, como aquel mueble-aparador.

Cuando me imaginé golpeando virilmente decenas de gruesos troncos con el afilado filo de mi hacha, no pude evitar esbozar una sonrisa maliciosa. Seducido por un afán poco creativo, acepté.

El americano en cuestión se hacía llamar Chris y su pueblo era un infierno, Hell tenía por nombre. Cuando llegué a Hell me recibió vestido con ropas concebidas en submarinos, y no precisamente de la marina mercante. Color fuxia en pantalones, camiseta (o debería decir top) y peluca afro. Unas gafas de psicodelia remataban la función. Apenas sin intercambiar palabras me dio un hacha dorada que decía tener una mayor resistencia, yo la cogí y no valoré la veracidad de su afirmación, yo había ido al infierno a talar, no a cuestionar. Talé y talé como no me imaginaba que fuera capaz, bajo un sol justiciero de mediodía los árboles fueron cayendo en el saco del más allá. Perales, manzanos, naranjos, cerezos, melocotoneros (sin tumba de Hitler debajo) y todo tipo de árboles más cuyo nombre desconozco, o que no sabría relacionar nombre con aspecto, más bien, perdieron la vida en aquel frenesí talador.

Estaba perdiendo el juicio. Hacha va, hacha viene. Pala entra, raices salen. Cordura se despide, cordura para siempre. Era incapaz de parar, y el hecho de que aquello fuese como el Amazonas tampoco ayudaba. Llevaba ya talado medio pueblo cuando alguna fuerza divina, dios justiciero de los árboles supongo, me dejó fulminado con su maldición. Allí entre los astillados cadáveres caí en redondo, en mi locura, pero no en la inconsciencia, en la inconsciencia caí en el mismo instante en el que acepté este trabajo, pero eso ya poco importaba entre la negra maraña de oscuridad que me rodeaba. Una visión de mi casa, de mi, de Ynis, se fue abriendo paso entre la incerteza. Creí despertar en mi cama y allí me quedé tumbado, pensando, hasta que el chantaje del deber incumplido me obligó a regresar al infierno, a Hell. Abrí los ojos y los cadáveres habían desaparecido. Me encontré bajo los amables árboles, vivos ellos. Sin rencor sus ramas proyectaban sombras y luces sobre mi persona, perdonándome y protegiéndome del fuego abrasador del sol del demonio. Parecía que todo había sido un mal sueño.

Me levanté torpemente y arrastrando los pies comencé a andar con el dolor gritándome a los oidos desde algún lugar en la parte posterior de mi cabeza. Sentía como algo vivo naciendo y creciendo allí, sentía su corazón latir, en mi nuca, en mis sienes, en mi valentía. Mi mano descubrió que allí había sangre, mi sangre. No di muchos pasos cuando me volví a encontrar sin cobijo, a merced de los rayos que el sol esputaba con fuerza sobre mi. Hasta donde me alcanzaba la vista todo era un desierto sin vida, decenas de troncos y frutos caidos, destrozados unos y otros, se extendían hasta llegar al horizonte en una orgía de destrucción. Mi alma me llamaba desde el suelo de la más certera realidad.


Como si viviese aquellos momentos en tercera persona, anduve entre la muerte hasta llegar a la entrada del pueblo donde el americano me esperaba. Le devolví su hacha de oro, sucia por la savia de multitud de vidas interrumpidas. Le dije que no iba a cortar ni un árbol más, que no quería su dinero ya, lo único que quería era coger unos cuantos frutos y volverme a mi casa, tenía que reencontrarme conmigo mismo allí. Como lo dije lo hice. Recogí todo cuanto pude, y me marché.

Dicen que los hombres no deben llorar, es una de las muchas estupideces que dicen. Sueño con un día en el que haya podido por fin ayudar a vivir a tantos árboles como ayudé a morir, y lo sueño mientras planto semillas de redención, hijos de aquella masacre, mientras sendos rios salados se precipitan al vacio de la esperanza desde mis ojos. No creo ser menos hombre por ello.

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