domingo, abril 02, 2006

seguros piloña, no va de coña

Creo que nunca os he hablado de El Pinki. El Pinki es uno de los muchos personajes estrambóticos que he conocido a lo largo de mi vida. De hecho han sido tantos, que cuando relato a mis conocidos las anécdotas relacionadas con ellos, la reacción normal es una descomunal sorpresa y alucine inicial, que se va esfumando con cada nueva vuelta de tuerca, para terminar en una sucesión de caras largas e incredulidad general. Es como si la mecánica que utilizo habitualmente para narrar mis vivencias personales fuesen demasiado rudimentarias para transmitir con éxito las historias de estos pintorescos personajes.

La época era mi adolescencia, cuando El Pinki entró en mi vida. Por aquellas yo acudía a una ludoteca a jugar a rol... rol... añoranza... lagrimillas morriñeras... bien, empecemos de nuevo. La época era mi adolescencia, y mi tiempo se repartía entre los recreativos de enfrente del instituto y la ludoteca. Aquel era un lugar maravilloso, una mezcla entre un manicomio, un club de jubilados, el plató de "¡Qué grande es el cine!", una clínica de desintoxicación y allá donde se debían reunir los más grandes filósofos de la historia para debatir acerca de sus cosillas. Un sitio así de peculiar no podía acoger sino gente igualmente peculiar. Una de esas gentes era El Pinki, que no era ni el que estaba mejor, ni el que estaba peor, ni el más normal, porque si algo tenía El Pinki, es que no era normal.

Cuenta la leyenda, y nadie sabe si la leyenda es cierta o no, que la razón de su estado es que una vez cuando iba con su coche en posesión de una tableta de tripis, la policia le dio el alto. Antes de que el agente llegase junto a la ventanilla de su coche, Carlos Piloña se comió todos los tripis y se convirtió en El Pinki. No sé hasta que punto esta leyenda pueda ser cierta o no, la verdad. Por un lado, si alguien se metiese tal cantidad de ácidos en el cuerpo creo que implotaría, o en el mejor de los casos, perdería la vida. Por otro lado, si se diera el caso de que sobreviviese milagrosamente, sin duda sería como El Pinki.

A mi El Pinki me caía bien, y yo a él también, no sólo porque los dos compartíamos afición al dibujo, con la consecuente admiración mutua, sino por aquellos ojos de niño travieso que le acompañaban allá donde fuera. Por esa alegría perpetua inducida por los ácidos pero gestionada por un alma jovial. El Pinki estaba mal de la cabeza, sí, pero su corazón funcionaba perfectamente, era una gran persona, y espero que lo siga siendo, aunque no temo por ello. Alguien que ha trabajado como payaso en un circo italiano nunca podría ser malo.

Cuando yo lo conocí ya nadie lo trataba como Carlos Piloña, básicamente porque cada vez que entraba por la puerta lo hacía informando. "Ey, que soy El Pinki, buaaaaaaaaaaaaahhhhhhhhh", era su grito de guerra. Con el paso del tiempo su nombre real cayó en desuso. Fue cuando me contaron a qué se dedicaba cuando descubrí su nombre. El Pinki era un agente de seguros. Había abierto una empresa llamada Seguros Piloña, el lema; "Seguros Piloña, no va de coña". Un mes después de que me contasen aquello vi al Pinki en la ludoteca, con el Trajín, un periodico especializado en ofertas de trabajo. Aún a día de hoy sigo sin entender como es posible que aquel negocio cerrase, ¿Cómo alguien puede negarse a hacerse un seguro con un desconocido que viste cara de loco, y que al abrirle la puerta suelta: "Seguros Piloña, no va de coña", y cuando muestras cara de confusión y preguntas qué quiere, quién es, te responde: "Ey, que soy El Pinki, buaaaaaaaaahhhhh"?

Esta mañana al salir de mi casa me esperaba un topo con gafas y una maletita colgando de su brazito. No se llamaba El Pinki, pero sí que trabajaba para una aseguradora. No sé como ha sido, qué ha pasado, pero he querido ver en su torpeza dialéctica, en su falta de convicción, a El Pinki. No ha sido algo totalmente consciente, pero por un momento he imaginado cómo se sentía él, cada vez que un cliente se escudaba en su locura para rechazar la seguridad de Piloña. He empatizado con su recuerdo y lo he superpuesto al rostro del topo asegurador. No he escuchado nada de lo que me decía, no me interesaba, sólo repitía una y otra vez en mi mente aquello de "Seguros Piloña, no va de coña. Ey, que soy El Pinki, buaaaaaaaaahhhhh", como si de un mantra se tratase.

Al final el topo poseido por la memoria de El Pinki ha ganado mi firma, y yo un seguro de vida a todo riesgo. Unos minutos después unas abejas me han hecho un mapa en la cara, y acreedor de una indemnización.

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