viernes, abril 28, 2006

sucio y húmedo - parte i

Los últimos días de Julio se derretían bajo el sofocante calor levantino de aquel verano del 2001. Era domingo por la mañana, temprano para los lugareños, y muy tarde para gran parte de los provisionales habitantes del pueblo castellonense de Moncofar. El sonido del mar en su perpetuo danzar luchaba por abrirse paso entre recuerdos de acordes rompedores y sistemas auditivos colapsados de descarga. El Rock Machina tocaba a su fin, y la hora de la despedida saludaba vergonzosa junto a los primeros rayos de sol. Algunos pensamos y acordamos, sin apenas necesidad de intercambiar palabras, que una despedida entre los amigos recién hallados no sería justa de enmarcar en aquel patatal con complejo de campo de batalla, tumba de litros y litros de alcohol, lugar de acampada en definitiva. Y allí estábamos, sentados en la playa jugando al escondite con el sueño, con la mirada perdida, mirando al horizonte, o al inmediato pasado, o a ninguna parte y a todas al mismo tiempo. El mar era grande y gris, y el sol se empeñaba en pintarlo de colores brillantes con la alegría sana de un niño. Lo contemplé y me pareció bello, bello como sólo me parece el cielo, y las grandes montañas, y cualquier expresión de la enorme magnitud de la naturaleza. Bello y sobrecogedor. Inabarcable.

"De mayor quiero ser como el mar".

Esto fue todo lo que mi mente alcanzó a idear, la única manera en la que en aquel estado supe explicar mi admiración por lo que mis ojos estaban presenciando. Por respuesta un genuino y lapidario comentario de ese artista único y grande como él sólo, el inigualable Perro.

"¿Cómo? ¿Sucio y húmedo?"


No estoy muy seguro de a qué edad comencé a sentir fascinación por la grandeza natural. Creo que fue cuando me acercaba a la veintena que aprendí a mirar al horizonte y maravillarme. No puedo evitar sentirme pequeño e insignificante cuando me encuentro en una montaña y miro las tierras que se extienden hasta donde alcanza la vista. Muchas veces he oido eso de que cuando todo lo que se ve está por debajo de tus pies, te sientes poderoso. Nunca lo he llegado a sentir. Creo que se debe a que mi mente, tremendamente racional, como un sabio consejero cortesano, me explica que la perspectiva no cambia la situación real, que no por estar más elevado soy más y si estoy más abajo soy menos. O dicho de otro modo, lo lejano no es más pequeño que lo cercano, porque con cada paso lo que antes era pequeño crece y lo que antes era grande, se encoje. Esto último es en lo que suelo basar mi argumentación para sentirme tan diminuto. Siempre, como en una competición sin competencia ni premio, me detengo a comparar escalas, y me imagino a mi mismo allí abajo, tan inapreciable, tan nada sin un plano cercano, y siento vértigo de saberme superfluo. Y es en este sentimiento que encuentro la belleza de los lugares que perduran, de esas grandes criaturas llenas de vida que son los cielos, mares y montañas del mundo.

Mientras escribía el párrafo anterior, no he podido evitar recordar Carnota. Carnota es un pequeño pueblo a medio camino entre Muros y Finisterre, en Coruña, Galicia. Su fisonomía es la del típico pueblo de carretera, con edificios alzándose sin un claro orden a un lado y otro de la calzada, como se levantan los árboles a los lados de un rio. Además del segundo hórreo más grande de Galicia, su principal atractivo reside en el enclave natural en el que está situado, reposando la mitad del pueblo en la falda de una gran montaña, mirando con descaro al cercano Atlántico, y bajo el eterno cielo nublado del norte, que además de lluvia, parece regalar vida, y color verde. Allí en Carnota presencié la puesta de sol más preciosa de todas cuantas he contemplado, con el sol ocultándose a mi izquierda y la oscuridad cerniendose por la derecha. Un festival de azules y ocres para un panorámico espectáculo. Entrada gratuita para grandes y pequeños.

Como se teje la malla del vértigo, se entrecruzan los pensamientos, cogidos entre sí con sus manitas arrugadas por el tiempo. Pensar en Carnota es pensar en negro, en esputos de muerte escupidos por una prestigiosa criatura metálica, herida de gravedad en las costas gallegas. Pensar en Carnota es pensar en atentados contra la naturaleza con autoría inhumanamente humana. Pensar en Carnota es llorar lágrimas de crudo. Pensar en Carnota es quedarse sin hojas en la libreta y la memoria para apuntar y recordar todas las mentiras. Pensar en Carnota es matar a la esperanza un poquito más, ahogarla en una laguna oscura que no refleja la luz, y que muera, no ahogada, sino de asco, asco por el tacto de las manos que le agarran, no por la pobre laguna, que no tiene culpa de ser oscura y de que le hayan robado la facultad de reflejar la luz. Como voluntario fui, y como fracasado regresé. Un estanque invadido por la negrura. Un rastrillo evidentemente incapaz de limpiar la oscuridad del corazón y la conciencia. La orden de no dañar las plantas del fondo del estanque, negras ya. Una labor imposible. La búsqueda de ser útil. Un perro que, con la felicidad del que desconoce, se baña en cáncer. Vuela una piedra con la misión de ahuyentar. Un perro que no comprende vuelve a beber muerte cuando la bandada de piedras voladoras ha pasado de largo. Intentar no pensar en perros y seguir sacando aceite de las piedras, con cuellos de botella de agua mineral porque no hay que rayarlas. Cuellos de botella de agua mineral que se queman, se deshacen y sólo quedan los guantes. Guantes manchados tanto o más que las rocas. Guantes sin tacto, dejan paso en algunos casos a manos que sienten la viscosa sustancia resbalando entre los dedos. Manos que saludan con rebeldía a su oscuro enemigo. El oscuro enemigo que penetra por los poros de la piel, sólo sabe Dios hasta donde llega. Esperemos que a ninguna parte. Un buen traje, un grupo de gente, todos con manos, ninguna que ayude. Un helicóptero que en sus tripas lleva a gente con trajes buenos y manos que no ayudan. Manos que no ayudan y preguntas de ¿Por qué? se encuentran. Las preguntas que se van, saben reconocer las manos de los mentirosos, rojas de frotarse, nunca de trabajar, nunca de ayudar. Una mujer con lágrimas y marcado acento llega. Llora y trae café, y se reconoce incapaz de hacer nada más. Manos temblorosas y ojos vidriosos que traen café. Café que ayuda. Así es otra de las muchas postales que guardo de Carnota.

Y siguiendo el patrón de la malla con un pensamiento que viaja en perspectiva paralela, llego a Ynis. A su mar, que avanza y retrocede, y avanza, y retrocede, indeciso de quedarse o marchar, condenado al arrepentimiento eterno de no saber qué hacer, ni dónde estar. Ese mar donde jugué mis bazas durante el Torneo de Pesca del domingo pasado, buscando una lubina ganadora. No obstante, lo que encontré fue la podredumbre del ser humano en forma de neumático. Neumáticos debería de decir. Desde las 12:30 que empecé mi participación en el torneo hasta las 18:00 que concluyó, encontré alrededor de una quincena de neumáticos en las aguas del mar. No sólo neumáticos, también zapatos, unos y otros llenos de algas y desazón. Desazón que hice mía.

Los pensamientos, cansados de caminar, se despiden ya de la malla, no sin antes darle dos besos a Chernobil, y desearle buenas noches. Madre de las tragedias y las mentiras de la gente con trajes buenos, ¿cuánto podría haberse arreglado sin todos esos embustes interfiriendo? Sé que dos besos no son suficientes para aliviar el dolor de veinte años de adioses y radiactividad, como sé que volveremos a tropezar en aquella piedra negra que una vez intenté limpiar con el cuello de una botella de agua mineral, mientras un perro chapoteaba en mi retina.

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